Después de una semana en Zacapa, sin nadie con quien hablar, las palabras parecen recobrar el ritmo en mí. Quizá sería más exacto decir que soy yo quien recupera el ritmo. Cuantas cosas qué decir, cuando afuera no parece suceder nada.
Aquí les doy un cuentecito (en tres partes para que no se les haga tan pesado).
EL TIEMPO VERDADERO
Después de apagar el carro, al tratar de bajar la ventana, se quedó con la manecilla en la mano que, reseca, había cedido después de catorce años de uso. El calor de mediodía era asfixiante. Lentamente, y con mucha dificultad, hizo girar entre sus dedos la rueda de metal oxidado, hasta dejar apenas suficiente espacio para que entrara un poco de aire. Encendió el radio para pasar el tiempo. Había llegado por las niñas media hora antes de la salida. Dos señoras – seguramente esperando también a sus hijas – que platicaban junto a la puerta del colegio aun cerrada, lanzaban miradas furtivas a sus carros, para asegurarse que nadie intentaba robarlos. Al otro lado de la calle, sentado sobre el borde de una grada que daba a una cantinta, un indigente alcohólico pedía fuego a los viandantes ,para encender una colilla que habría encontrado tirada en la acera. Cambió de emisora girando el diál, hasta detenerse, más por instínto que por decisión, en esa canción que en otra época había escuchado, por donde quiera que iba, casi hasta el cansancio: “Que triste, se oye la lluvia, en las casas de cartón”. Giró nuevamente la perilla hasta sintonizar un noticiero. Luego, apagó el radio. Con un pañuelo que sacó del bolsillo de su pantalón, secó el sudor acumulado en los bordes de su naríz, bajo los soportes de sus lentes, lo guardó y recostó la cabeza sobre el asiento, dejando descansar sus ojos cerrados.
Lo despertaron unos golpecitos en la ventana del copiloto. Con caras apremiantes, Manuela y Viki, cargadas con sus mochilas, le pedían que abriera la puerta.
- Papi, estabas bien dormido – dijo Viki burlonamente.
- No, sólo tenía los ojos cerrados.
- Estuvimos ahí un gran rato tocándote la ventana.
- Bueno, pero no me van a saludar?
Ya dentro del carro, saltando desde el asiento trasero, las dos lo abrazaron por la espalda, apretando su cara contra las suyas y revolviéndole el pelo retozonamente, mientras repetían, imitándo voces en distintos tonos, entre besos intermitentes: “Hola.. mua...hola...mua... hola...mua... hola....mua...”
- Vámos ya, porque todavía tenemos que preparar maletas y su mamá nos está esperando – dijo Eduardo luchando por articular palabras, con los labios estrujados bajo las manos de las niñas ,que contorsionaban su cara como si fuera un trozo de plasticina.
Tuvo que frenar bruscamente cuando, al intentar salir del lugar donde estaba estacionado, una camioneta que venía por la calle a toda velocidad estuvo a centímetros de chocarlo.
- Niñas! Siéntense bien y abróchense los cinturones! – gritó irritado.
Manuela y Viki hicieron lo que les decía. Intercambiaron una mirada de interrogación y se encogieron de hombros.
**
Desde que salieron de casa, con el maletero del carro repleto de mochilas, bolsas y hieleras, se encontraron con largas líneas de carros, casi detenidos, que luchaban a fuerza de bocinazos por salir del tráfico. Se enfilaron por la novena calle, intentándo alcanzar el perfiérico. A la altura de la tercera avenida, tuvieron que detenerse por casi media hora, mientras cruzaba la procesión de San José. El sol seguía quemando, pegándose su calor a la piel en capas yuxtapuestas de smog y humedad. A lo largo de la avenida caminaban vendedores que ofrecían algodnes o juguetes colgados de altas astas, y fieles que se adelantaban a la procesión buscando un buen lugar para verla pasar. A lo lejos se alcanzaba a ver las puntiagudas protuberancias purpúreas de los cucuruchos, que cruzaban por entre una miríada de cabezas, como alteas de tiburones en el mar. Las niñas estuvieron al principio muy curiosas con el tumúlto de gente, pero luego se quejaron, pues tenían hambre. María, la esposa de Eduardo, también se quejó, porque decía que “con la cantidad de carros que hay en Guatemala, ya no deberían hacer las procesiones en la ciudad, a cualquier hora, como si nada”.
- Como si fuera la primera vez que nos toca esto – replicó Eduardo – a estas alturas ya deberías de estar acostumbrada a la Semana Santa de Guatemala.
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De salida hacia el Pacíficio, se detuvieron en un Mcdonalds. Comieron en el camino. Cuando terminaron, María y las niñas se quedaron dormidas.
A la orilla de la carretera, a cada cierta distancia, se encontraba apostadas, junto a carpas empapeladas con carteles publicitarios, chicas con minifaldas de spandex azul o rojo, que ofrecían cerveza y sodas, bailando a ritmo de merengue.
Sobre el vidrio delantero, una gota caída del cielo fue dejando tras de sí una delgada veta diáfana, arrastrándo con dificultad el polvo adherido. Eduardo la siguió con la vista, hasta verla detenerse a la altura de sus ojos, incapaz de continuar. “Se secará si otra gota no la empuja” pensó. Recordó las horas que pasó de niño observando, cuando llovía, las gotas chocar contra un enorme ventanal que daba al jardín de su casa: cómo una tras otra iban dibujando caminos que luego otras seguían; cuando una se detenía, siempre había otra que, viniendo tras ella, como si la única razón de su existencia fuese el encontrar a la anterior, la empujaba por un nuevo camino, hasta que caían unidas, mimetizadas en un charquito, sobre el alféizar.
Los rayos del sol, que aun iluminaban un cielo celeste apenas enturbiado por algunas nubes, brillaban tan fuertemente que, a veces, al herir con el relfejo los ojos de Eduardo, le hacían casi imposible ver la carretera. Después de una curva pronunciada, tras un montaña, apareció un arcoiris; desapareció y reapareció varias veces escondido por la vegetación que cubría los valles; acompañó a Eduardo por la carretera, remontando el camino de sus pensamientos, a través de esa tierra guatemalteca que, a pesar de que le era propia, al ser dibujada en su mente por tantos sentimientos abstractos, viéndola en la realidad, le parecía totalmente ajena. Era extraño que en aquél paisaje, lo único que reconociera como guatemalteco, era María y sus hijas, aunque fuesen mexicanas.
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Al llegar al hotel, el cielo se había ennegrecido. La lluvia caía copiosamente, como si de pronto se hubiera roto en el cielo una enorme pecera. Eduardo, bajo la lluvia, tuvo que sacar el equipaje del carro. A la distancia se veían relámpagos que parecían dibujar el plexo de la oscuridad, seguidos por un rugido sordo y lejano de truenos. Llovía aquí, junto al Pacífico, de otra manera, más densa, más amenazadora, pensó. María y las niñas corrieron a refugiarse en el lobby del hotel. Sólo después de haber vaciado el maletero, apareció un botones (aunque, a decir verdad, vestido con pantalones cortos, una camiseta y sandalias, no aprentaba ser un verdadero botones) con una sombrilla.
Chorreando como estaba, Eduardo se registró en el mostrador. Les asignaron un bungalow al otro lado de la recepción, frente a la piscina. El botones cargó su equipaje y los condujo hasta él; tuvo que conformarse con la negativa de Eduardo a darle propina.
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1 comment:
Buenísimo. Espero la continuación.
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