Sunday, September 20, 2009

Viajes de ego en la cúspide de la chimenea de un alto horno (Parte Final)



Nos vimos con mucha frecuencia durante casi cuatro meses. Siempre la misma rutina. Ella se escapaba de casa, ponía alguna excusa, venía conmigo, teníamos sexo, varias veces, cuantas diera tiempo, conversábamos sobre naderías, y ella volvía a su casa.
Lo cierto es que para mí nuestras conversaciones eran naderías. Pero obviamente no lo eran para ella. A veces yo le contaba historias de mi época en la escuela. A veces le daba consejos sobre sus materias. O le decía que tal o cual amiga valía la pena conservarla, y que tal o cual otra mejor ni tenerla cerca. O le hablaba de cómo yo soñaba en ser como el Che cuando tenía su edad. Ella me idolatraba. No puedo decir menos de lo que yo sentía por ella. Pero nos idolatrábamos el uno al otro por razones completamente distintas.
Imprevisible, sin embargo, como un cambio de viento, las cosas entre nosotros se torcieron. Una noche, en el dormitorio, mientras yo la penetraba, sus tobillos en mis manos, me miró a los ojos y no sé qué cosa, espíritu o demonio, por falta de una mejor manera de llamarlo, se apoderó de mí. Mi corazón había sido una habitación llenándose lentamente de gas, durante horas, durante años. Y esa mirada de Lucía había sido la chispa. La vi tan inocente y frágil tendida bajo mí, sin mácula, que quise romperla. Si volver a vivir para mí implicaba aceptar que deseaba destruir y lastimar algo bello, pensé, pues pagaría el precio. Estaba cansado de vivir como una fantasma, escondido, pálido de deseo. No, yo quería vivir otra vez. Fuera lo que fuese que eso significara.
Levanté la mano y la golpeé en el rostro con el dorso de la mano. Un hilito de sangre descendió por la comisura de su boca. Perpleja, se llevó la mano a los labios. Vio la sangre en su dedo y me lo alargó, como para corroborar que veía correctamente. Volvió a tocarse la boca y me sonrió. Ampliamente.
“Pegame otra vez,” me dijo.”
“¿Cómo?” pregunté incrédulo.
“Pegame,” repitió con decisión, “en la cara.”
Me detuve, incapaz de entender.
“Pegame,” dijo otra vez.
“¿Estás loca?” le dije, le solté las piernas, y me aparté.
Me acosté boca arriba. Lucía se volvió hacia mí.
“¡Pegame, marica!” me gritó con voz chillona. “Pegame, pegame.” Hizo un silencio expectante. “Por favor, pegame” repitió por último, ahora con dulzura, acariciando mi cara.
Apreté su muñeca y le aparté la mano. Cuando la solté, me dio un manotazo en la cara. “¡Pegame, maldito, pegame!” repitió histérica, soltándome golpes, mientras yo me defendía como podía. Se montó encima mío y luchó por arañarme, llorando, mientras yo la sujetaba por las muñecas.Finalmente la golpeé en la cara. Se quedó inmóvil un momento. Me miró y sonrió. Entonces me clavó las uñas en el pecho y yo la golpeé nuevamente. Se llevó una mano a la mejilla enrojecida. Luego se fue deslizando sobre mis piernas, hasta esconder la cara tras su pelo colgando sobre mi ingle.
Esa noche, después de que se marchara, dormí como no lo hacía desde hacía tiempo.
Al día siguiente estuve pensando sobre lo que había sucedido. Aunque debía haberme sentido inmundo, muy al contrario, me parecía sentirme más vivo y renovado, como si hubiera resurgido un rescoldo en mí, de mis instintos más profundos, una parte de mí que creía muerta hace tiempo. Admití que estaba rabioso, y que quería agotar mi frustración y deseo de venganza por lo que la vida me había quitado: a la mierda con las buenas acciones, me dije, a la mierda con ser un buen cristiano, a la mierda con el estoicismo y la fortificación del espíritu. Seguir así habría significado negarme a mí mismo, negar algo más profundo, más oscuro sí, pero por lo mismo más puro.
Una vez me atreví a seguir mis inclinaciones, sin reticencias, las posibilidades me parecieron infinitas, y los golpes a Lucía se volvieron rutina. Pronto mi mano ya no fue suficiente, y tuve que buscar ayuda de un instrumento. Conseguí una rama de bambú. El pequeño cuerpo de Lucía, frágil, sumiso, se sacudía espasmódicamente bajo mis golpes. Sus nalgas se enrojecían, alguna vez sangraban. Ella gemía, lloraba, pero lo soportaba bien. Cuando yo creía que ella había llegado a su límite, no tenía más que poseerla. Y eso hacía que su entrega fuera más completa, más entera, como si yo la rescatara de las más profundas tinieblas. Era como si Dios, después de mucho tiempo, hubiera decidido por fin pedirme disculpas, y entregarme a Lucía como ofrenda. La belleza que el mundo me había negado, después de todo, se rendía a mis pies, encarnada en ella.
Redención.
Justicia poética.
La vida completaba su ciclo. Y yo ya no tenía por qué seguir soportando la burla del destino. Si yo me había acostumbrado a perder cada cosa que en mi vida había importado, una a una, sin piedad de ningún dios, ¿por qué iba yo a tenerla con Lucía? Cuando se ha perdido la oportunidad de ser feliz, aprendes a creer que son tus deseos los que acarrean la tristeza; cuando cada cosa que has amado en tu vida la has perdido, una a una, aprendes a no amar nada. Así que golpear a Lucía no era en absoluto diferente a lo que yo había hecho durante toda mi vida: destruir lo más querido para mí con mi simple deseo; destrozar la belleza con sólo buscarla: mi voluntad era un mero instrumento de la venganza de Dios contra mí.

Una noche, sin embargo, en la cúspide de una chimenea, Dios encontró otra forma de hablarme. Después de terminar mi comida, como de costumbre, me puse de pie para bajar por las escaleras. Me detuve un momento para ver las montañas en la distancia, el horizonte encendido, los árboles un poco más cerca, brotes de un verde inalcanzable y, bajo mis pies, las formas del metal abrazando el vacío. De pronto, sin ninguna explicación que yo encuentre ahora al recordarlo, retrocedí atacado de un horrible vértigo, tan rápido que di de espaldas con una pequeña puerta de hierro, parte de una barandilla a la orilla de la boca de la chimenea, con la mala suerte de que yo mismo la había dejado abierta esa tarde, al terminar una limpieza. Caí más de seis metros, hasta el fondo de la chimenea. Mi cuerpo fue golpeando contra las paredes mientras caía, lo cual amortiguó el golpe final. El impacto de una caída libre me habría matado. Perdí el conocimiento no sé por cuánto tiempo. Al despertar, todo era oscuridad. Los sonidos llegaban a mí a través de un tamiz espectral. Golpes sordos. El eco de rechinidos. El vientre de la bestia.
Intenté gritar varias veces, en vano. El pecho me dolía, y casi no podía emitir sonidos. Busqué por dónde escapar, pero no había posibilidades. Rápidamente me rendí, y comprendí que el destino había escogido por mí. Hoy me tocaba morir.
Pero en la oscuridad, seguro de que iba a morir, vi mi vida abrirse desde un punto impeciso, hasta convertirse en una figura hermosa, como un origami expandiéndose sobre el agua. Todo ha valido la pena, pensé, la mera oportunidad de ser testigo de mi propia vida ha hecho que todo haya valido la pena. No sentí miedo. Al contrario, vislumbré, acaso por primera vez, la posibilidad de que haberse entregado al viento no fuera, después de todo, un destino fatal, sin importar lo retorcido, sin importar lo lacerante que había resultado. La oscuridad me rodeaba. El tiempo enterraba mi cuerpo magullado en espesa ceniza. Sentí los vapores de la chimenea empezando a salir, el humo denso cubriéndome, enredando mis ideas, matándome lentamente. Bésame, hermosa, que éste será mi último día. Y dejémonos caer, como poseídos por un sueño. O una fiebre.

*

Desperté en la camilla de una clínica médica. Junto a mí, sentado en una silla de metal cromado, mi jefe me miraba. Se puso de pie en cuanto abrí los ojos, y salió al corredor en busca de un médico.
Cuando el doctor me hubo revisado, pregunté qué había sucedido. Me explicaron que al encender la chimenea los controles habían señalado un taponamiento. Uno de mis compañeros había descendido y me había encontrado inconsciente en el fondo. Debería estar muy agradecido, me dijo mi jefe, pues había salido con sólo tres costillas rotas.
“Esperaremos unas horas, mientras se recupera totalmente,” me dijo el doctor, “y luego puede irse a su casa."
Cuando me sentí mejor, al anochecer, mi jefe me ayudo a vestirme, y me llevó a casa en su carro.
Lucía vino a mi casa seis días después. Como de costumbre, después de conversar unos minutos, se desvistió y se puso a gatas sobre el piso de madera del dormitorio. Yo empecé a golpearla en las nalgas con la vara de bambú. Lágrimas involuntarias escurrieron por sus mejillas, mezclándose con gotas de sudor. Me detuve de pronto, incapaz de continuar, y me senté a la orilla de la cama.
“Se acabó,” le dije.
“Si apenas estamos empezando,” me respondió apartándose un mechón de pelo de la cara para mirarme.
“No,” dije con aspereza. No pude sostener la mirada, clavé los ojos en el suelo y repetí “se acabó.”
“Ah, ya me lo esperaba”, masculló tan bajito que bien podría no haberlo dicho, sino que yo lo imaginara.
Tomé su ropa de sobre la cama y la tiré al suelo.
“Vestite,” le ordené, y salí de la habitación.
En la cocina, me serví un vaso de agua. Salí de la casa y me recosté en la pared del frente. Lucía salió del cuarto y me siguió. Quiso acariciarme la espalda.
“No,” le dije con firmeza. Ella se apartó titubeante, queriendo decir algo sin saber qué. Bebí lo que quedaba de agua en mi vaso y me crucé de brazos.
Pasó junto a mí, sin volverse, y se alejó.
Y yo que creía que la soledad no podía ser más profunda, comprendí que el fondo es siempre un lugar relativo.

Friday, September 11, 2009

Viajes de ego en la cúspide de la chimenea de un alto horno (Parte II de III)


La mañana siguiente la dediqué a construir una librera para la sala. Mis libros habían permanecido, desde que vivía allí, guardados en cajas de cartón. Después de haber tenido que vaciarlas todas para encontrar el libro que le presté a Lucía, me pareció lo más lógico construir una.
Para antes del medio día estaba ya terminada. Utilicé madera que me había sobrado al construir mi casa. Claro, no era nada lujosa, pero funcionaba. La coloqué en la sala, puse los libros que cupieron, y me quedé mirándola. Le caería muy bien una mano de barniz, pensé, se vería mejor. Antes de que viniera a mi casa Lucía, no me habría preocupado de hacerla más bonita, pensé también.
Después de comer, me acosté en una hamaca colgada entre dos árboles a leer la Biblia.

Entonces morará el lobo con el cordero, y el leopardo con el cabrito estará tumbado; y el ternero y el leoncillo pacerán juntos, y un muchachuelo podrá conducirlos.
Entonces el niño de pecho jugará junto al agujero del áspid, y hacia la caverna del basilisco extenderá su mano el destetado.
Cerré la Biblia sobre mi pecho, y permití que un suave sueño me invadiera.
Al despertar, decidí ir al pueblo por barniz para la librera.
Una vez en el pueblo, después de comprar una lata en la ferretería, me senté en la banca de siempre en la plaza y pasé el resto de la tarde allí.
Volví a casa cuando anochecía. Dediqué un par de horas, antes de cenar, a barnizar la librera. Al terminar, la coloqué afuera para que se secara.
Hacía mucho calor, así que me acosté en la hamaca con mi libro de Kung. Intenté leer, pero no conseguí concentrarme; mi mente estaba en otro lado, la imagen de Lucía fija en mí, su piel todavía presente en mi propio cuerpo. Me abrí el pantalón y, bajo el manto de la noche enredada en las ramas, iluminadas por la luna, del árbol sobre mí, me masturbé.
Ella no vino esa noche. Pero sí a la siguiente. Apareció a las nueve. Le dije que no podía verla, que tenía que levantarme demasiado temprano al otro día.
“Mañana estoy en turno por la mañana,” le dije, “vuelvo a eso de las cinco.”
Me sonrió sin convicción y dijo que sí, que si conseguía escaparse de casa, vendría a buscarme a esa hora.

Lo de Lucía sucedió por accidente.
Aunque tal vez sea demasiado difícil decir con exactitud qué sea accidente y qué no: el destino no es más que una serie de imprevistos. Y sin embargo, cuando vuelves la mirada hacia atrás, descubres que tu camino ha dibujado un todo, una figura armónica y milagrosa, que es imposible aceptar sea producto del azar.
Conocí a Lucía una tarde en un locutorio. Yo necesitaba hablar a Guatemala con un amigo que estaba ayudándome a conseguir trabajo allá. Como todas las cabinas estaban ocupadas, me senté a esperar. Lucía estaba sentada en la silla de la par, vestida de uniforme de escuela. Leía la Divina Comedia. Con disimulo me miró de arriba abajo. Yo llevaba puesto mi uniforme. Finalmente cerró su libro.
“¿Cómo hace para estar tan sucio?”, me preguntó a quemarropa. Yo me sentí un poco avergonzado, aunque después me hizo gracia su auténtica e ingenua curiosidad.
“Trabajo desatorando chimeneas en el alto horno,” le respondí. La respuesta la satisfizo, y volvió a su lectura.
“¿Te está gustando?” le pregunté señalando el libro.
“No mucho,” me respondió sin dejar de leer. “Es bien aburrido.”
“No tanto,” le dije. “Pasa que a veces necesitás saber otras cosas para que te resulte interesante.”
Me miró pensativa. “¿Cómo qué?,” preguntó al cabo y cerró el libro, dejando un dedo en medio para no perder la página.
“No sé… como… ¿te explicó tu maestro que el personaje de Beatriz está basado en el amor de la infancia de Dante, y que ella se murió antes que pudieran casarse?”
“Sí… creo… ¿y qué con eso?”, preguntó y me miró inquisitiva.
“Tal vez no deberías de darle tanta importancia ahora y pensar que es mejor volverlo a leer cuando seas mayor y podás entender más cosas.”
“Tengo casi dieciocho años,” me dijo ácida.
“Sólo estoy diciendo,” repliqué defendiéndome, “que tal vez te haga falta… “ Me interrumpí cuando se desocupó una de las cabinas. “¿No vas a entrar?” señalé.
“No, “me respondió. “Vengo aquí para leer, no para llamar.”
Me reí de su curiosa y ruidosa elección.
“Tenés razón,” le dije. “En el parque hay demasiado sol.”
Entré a la cabina y hablé con mi amigo. No hubo suerte con el trabajo: que lo llamara de nuevo la semana próxima para ver si aparecía algo, me dijo.
“¿Qué?”, me dijo Lucía cuando pasé frente a ella.
“¿Qué?”, pregunté extrañado y me volví arrancado de mis pensamientos.
“Me estaba diciendo que tal vez me haga falta algo para entender el libro. Quiero saber qué.”
“Sufrir un poco,” le respondí sonriente.
A la semana siguiente volví al locutorio. Lucía estaba allí otra vez, lo mismo que Dante. La saludé antes de entrar a una cabina disponible.
“Estuve pensando, y creo que tiene razón”, me dijo cuando me disponía a salir. “Pero entonces creo que voy a tener que esperar mucho tiempo, porque siempre soy yo la que termino rompiéndole el corazón a los niños.” Lo dijo con una delicada sonrisa en la boca, con cierto orgullo, pero sin malicia.
“No te preocupés,” le dije. “Vas a ver cómo sin que te des cuenta, vas a estar un día deseando seguir siendo vos la que rompe corazones y no al revés. Pasa, creéme,” agregué levantando las cejas, “pasa.”
Esa semana tampoco tuve suerte con el trabajo. Durante un mes completo, volví al locutorio cada semana, y cada semana encontré a Lucía sentada en el mismo sitio, con su falda de uniforme a cuadros y su blusa blanca. Y cada vez nuestras conversaciones se extendieron más. Para ser honesto, debo decir que desde el primer día que la vi pensé en ella sexualmente, pero simplemente nunca se me ocurrió pensar que mis fantasías llegarían a tocar la realidad.
“Me pidieron que hiciera un reporte sobre un libro que yo escoja,” me dijo una tarde. “Puede ser cualquiera, el que yo escoja. Y pensé que usted me podía recomendar alguno.”
“Sí, sí. Estoy pensando en uno que te puede gustar. Era mi favorito cuando tenía tu edad. Es un poco fuerte, pero… en fin, te lo busco y lo traigo la semana próxima.”
“No,” me dijo con determinación. “Yo voy por él a su casa el próximo viernes.”
Por un momento, no supe qué responder.
“No, mejor yo te lo traigo. Mi casa está lejos y….”
“Yo sé dónde vive,” dijo interrumpiéndome y dibujando un gesto impasible que no decía mucho. “No se preocupe, yo voy por él el viernes en la noche.”
“Bueno, si querés…” respondí inseguro. “Pero yo podría…”
“No, está bien, el viernes en la noche.”
No se me ocurrió preguntar cómo sabía dónde vivía yo. Sólo supe que era hija de Danilo mucho después, cuando ya era muy tarde. El día en que comí en casa de Danilo, sentado a su mesa junto a Lucía, fue uno de los peores días de mi vida.

El sol era fuerte al mediodía. Subí a mi hora de almuerzo a la cúspide de la chimenea. Mi mirada alcanzaba la carretera hacia la izquierda, y hacia el frente a la montaña.
Pensé en mis años en México. En el tiempo perdido creyendo en quimeras. Todas se habían quemado. Y yo con ellas. Los recuerdos ya no dolían, eran inanes como una mano removiendo la arena. No sé que es peor, pensé, si retorcerse del dolor o sentirse como un muerto al que ya nada conmueve; ser una larva o la caparazón de una crisálida.
Fijé la imagen de Mónica en mi mente, sentada en la mesa de mi departamento, con sus anteojos y el pelo recogido en cola, mientras yo le aseguraba que la revolución iba a cambiar el mundo. Entre mis palabras, como pájaros fogosos, se colaba sin embargo mi deseo. Acariciar su cara. Coger sus manos. No, pero si vas a ser sacerdote, me dijo Mónica. Sí, pero vos…, fue todo lo que pude responder. La besé y terminamos en la cama.
¿Y si hubiera alcanzado a completar la frase? ¿Qué habría dicho? Sí, pero vos… vos sos Dios mismo. No, tal vez vos me guiaste hasta Dios, o vos me enseñaste que aunque creía conocer a Dios, sólo ahora lo veo. Dios, en realidad, está en las ausencias. Habla en lo que falta, porque en lo presente, tan repleto como está de sí mismo, no se puede escuchar. Esto lo pensé algún tiempo después, ya cuando había abandonado mi intención de ser cura, cuando creía haber encontrado mi camino. Lo pensé una noche, mientras miraba a Mónica en la cama del hospital, con la carne pegada a los huesos, su hinchado estómago abultado bajo la sábana, cuando estuve seguro que se iba a morir. Ahora, en la ausencia, es cuando Dios me hablará, pensé. Y lo seguí pensando después de enterrarla, cuando empezaba a preguntarme qué hago con Mónica muerta, qué hago con nuestra hija muerta, qué hago con el aborto de una promesa de ser feliz.
Pero ahora hasta ese pensamiento se había difuminado. Ya nada ardía. Ya era difícil decir si estaba vivo o muerto. Curiosa la soledad. No existe. Es una ausencia. No tiene sabor. No tiene olor. Su gusto es siempre el tuyo, su aroma eres tú mismo. Al final, la soledad, lo mismo que todo lo demás, pensé, es un sueño.
Y ahora que me había acostumbrado a no creer que era posible algo distinto, aparecía esta pequeña cosa, delicada, morena, inocente, capaz de revivir en mí la esperanza de vivir de otra forma, sin limitarme a una existencia de fantasma, y a creer en que podía existir, otra vez, en alguien más. ¿Qué derecho tenía yo? Por Dios, si Lucía era una niña.
A pesar de todo, allá arriba, con las montañas bajo mis pies, sentado en el dedo alargado de esa horrible bestia, sin miedo por mí, me permití cerrar los ojos y creer que yo podía ser posible en Lucía.

Volví a casa esa tarde lleno de una vitalidad inusitada. Me duché, tomé un libro, claro, de Kung, y me senté en el sofá. Hacía tanto calor que no quise ponerme camisa.
Al poco rato llegó Lucía. No tocó. Abrió la puerta que dejé sin pasador y se quedó parada mirándome. Llevaba una mochila a la espalda. Me le acerqué y la ayudé a quitársela. La tiré sobre la mesa. Le acaricié la cara. Y el cuello. Metí la mano por el escote de su blusa y le acaricié un pecho. Le quité la blusa y la falda, hasta dejarla desnuda, sólo con sus calcetas blancas, zapatos negros y en la cabeza una diadema irisada. Ella no se movió, se quedó con las manos cruzadas al frente, su mirada en el suelo. La acaricié por un largo rato, sin apresurarme, más bien, hasta cansarme. Luego la llevé a la mesa del comedor. La hice inclinarse, recostada sobre el pecho, y la penetré por detrás, sin quitarme el pantalón.
Eyaculé fuera de ella, sobre su espalda. Nuestras respiraciones quedaron flotando en el aire, agitadas, mientras recuperábamos el resuello.
Me abroché el pantalón, la besé en el medio de los omóplatos, le di una nalgada cariñosa, y la ayudé a levantarse.
Caminos hasta el sofá, nos dejamos caer en él, y nos quedamos mirando al techo.
“Pensé que ayer te habías enojado”, me dijo. Había tomado mi mano entre las suyas y jugaba con ella mientras hablaba.
“No, cómo me voy a enojar… es que tenía que trabajar hoy.”
“Eso es tonto… si hubieras querido estar conmigo…”
“Tal vez sí,” le dije. “A veces soy un niño… más niño que vos.”
“Otra vez con eso de que soy una niña…” me soltó la mano con brusquedad y se cruzó de brazos, arrugando el entrecejo. “No soy una niña.”
“Está bien, se me olvida, no sos una niña, perdón.”
“¿Por qué lo hacés conmigo si creés que soy una niña?” continuó con voz grave, sin suavizar el gesto.
“Ya te dije que me equivoqué, no sos una niña… soy yo el que está viejo.”
Se rió y recostó la cabeza sobre mi pecho.
“Tampoco es cierto,” dijo con voz retozona. “Prefiero que digas eso a que digas que soy niña, pero tampoco es cierto.”

Saturday, September 05, 2009

Viajes de ego en la cúspide de la chimenea de un alto horno (Parte I de III)


Mis pies colgaban de la orilla de la chimenea. Arriba, una noche cerrada. Abajo, las luces de la planta de producción como luciérnagas. Escuché el ruido de los motores. Extrañamente, el silencio se me descubrió imponente bajo la capa de sonido de las máquinas.
Como una premonición.

O como una alucinación.
Las noches, desde allí, la parte más alta de la chimenea del horno, son un agujero en el tiempo. El alto horno nunca se detiene. Su vientre digiere todo, y arde.
Descendí por la escalera lateral. Encontré al supervisor en el primer descanso. No le gusta que tome mi tiempo de almuerzo para sentarme allá arriba. Pero yo soy un buen trabajador. Así que no le queda otra opción que permitírmelo. Después de todo, es un trato justo: no le doy problemas con el trabajo que me pide, y él no se mete conmigo.
Dijo que había una obstrucción en la chimenea tres. Cogí la herramienta que había dejado colgada en la branda del descanso, y descendí hasta el puente que permite cruzar a la otra chimenea.
Mi trabajo consiste en destaponar las chimeneas cuando se obstruyen. Soy una especie de deshollinador de la era industrial. Me coloco una máscara de oxígeno, lentes de policarbonato, casco de minero con lámpara de halógeno, guantes de cuero, botas con soportes de acero, y desciendo hacia la oscuridad. No a mucha gente le gustaría hacer lo que yo hago: es sucio, tienes que subir y bajar las escaleras decenas de veces al día, y además el confinamiento… bueno, no muchos soportarían trabajar cuatro horas en un espacio de medio metro de diámetro, sin más luz que la lámpara de tu casco, colgando de una cuerda de vida. Sin embargo, la paga no es mala. Además, aunque el trabajo físico es duro, me mantiene fuerte.
Tomé el trabajo hace dos años. Fue lo que pude encontrar al volver de México, en un aviso en el periódico. Al principio, pensé tomarlo sólo temporalmente, mientras aparecía algo mejor. Pero día tras día me convenzo que el interior de la chimenea tiene el particular olor de mi destino. Me he convertido en un hombre al que le cuesta trabajo reconocerse en el espejo, pero que se parece más a cierta imagen que guardo grabada en mi ser, de manera extraña, como una reminiscencia, como una sensación de lo que significa ser yo mismo. Mis manos de intelectual, para nada acostumbradas en otros tiempos a trabajos rudos, ahora lucen ajadas y maltratadas. Sin embargo, las veo y me siento orgulloso, como un veterano de guerra que santifica sus cicatrices.
Aunque para nada me he convertido en el hombre que había planeado ser. En mi adolescencia imaginaba que a los treinta y cinco años sería ya un catedrático universitario. Más tarde, creí que para entonces sería, si no parte del gobierno revolucionario, al menos un líder respetado. El hombre que soy hoy, lo soy no gracias a lo vivido, sino a los hombres en que no me convertí; a los hombres que en mí han ido muriendo sin haber sido; a los que han dado espacio a esa especie de premonición espectral en que siempre he sabido que me convertiría: si la vida tiene otros planes para mí, yo no reniego. Sólo el hombre, dice la Biblia, que marcha en busca de su destino con resolución, tiene derecho a él.

La mañana ya había empezado a calentar cuando volví a casa después de la jornada nocturna. Me preparé una taza de té, un pan con frijoles y, después de comer, me acosté a dormir.
Al principio encontraba difícil conciliar el sueño de día, después de un turno de noche. Pero ya estoy acostumbrado. Ahora es durante la noche cuando se me hace difícil dormir.
Me levanté poco antes del medio día. Preparé arroz y ejotes para el almuerzo. Usualmente aprovecho la tarde, antes de ir al trabajo, para ordenar un poco la casa o lavar la ropa. En una ocasión lo comenté con mis compañeros de trabajo. Les pareció una broma. Se rieron de mí. Ellos piensan que debería conseguirme una esposa.
Decidí caminar hasta la plaza central de Sinera. Desde mi casa, es una caminata de unos veinte minutos. Vivo alejado de la gente, en un lugar que construí yo mismo. Está detrás de una colina. No hay carretera para llegar hasta allí. Por eso, cuando bajo al pueblo, la gente me mira con recelo. No soy un hombre de muchas palabras. Ni de muchos amigos.
Al llegar a la plaza, me senté en una banca. El sol quemaba fuerte. Una gorra roja, que me había regalado uno de los proveedores de lanzas para desatorar chimeneas, me protegía la cara.
Observar a la gente afanada, desgastada por una vida que les pesa toneladas, me hizo sentirme ligero. Vanidad de vanidades, dijo el Predicador; vanidad de vanidades y todo vanidad. ¿Qué saca el hombre de todo el trabajo con que se afana sobre la tierra, o debajo de la capa del sol?
La campanilla de una carreta de helados tintineó, jadeante bajo el pesado calor. Dos borrachos conversaban sentados en las gradas del atrio de la iglesia. El rostro de uno de ellos, raspones con costras por todos lados, hinchado por el alcohol, me recordó a un higo podrido a punto de estallar.
Mi mirada siguió a una niña que, vestida de uniforme, había cruzado frente a mí. Luego me fijé en una señora que con dificultad cargaba una bolsa de arpillera, repleta con las compras del mercado. Hasta que tanta gente y movimiento me produjo modorra. Me levanté y caminé hasta la hamburguesería de Danilo, a dos calles de la plaza.
Qué hay, me dijo Danilo al verme, mientras raspaba con una espátula la parrilla para freír. Todo bien maestro, le respondí, y vos, cómo andás.
A Danilo lo conocí porque sus hamburguesas son la única comida decente en este pueblo. Por más de un año cené todas las noches en la hamburguesería, pues antes de construir mi casa, yo vivía en un cuarto que le alquilaba a una vieja a pocas calles de la plaza central. En un tiempo suficientemente largo, todas las personas son capaces de demostrar que hay bondad en sus corazones. Y Danilo eventualmente me tomó cariño, y yo a él. Incluso ha llegado invitarme a comer en su casa, con su familia.
Que el hijo de puta del dueño del local no ha arreglado la filtración de agua en la pared, y que la pintura se está cayendo, y que él no tiene para mandar a pintar otra vez, además, que lo pague él, si es su culpa que la pintura se haya arruinado, si tiene menos de un año, me dijo Danilo. Mejor dame un licuado de papaya, le respondí. ¿Cómo están Amarilis y las niñas? El estómago me dio un vuelco al pronunciar la palabra niñas.
No escuché lo que respondió. Mejor dame una cerveza.
En la radio pasaban un partido de semifinales de la liga de campeones de Europa: Barsa contra Chelsea.
El sol había empezado a caer.
No hay nadie capaz de expresar cuánto aburren todas las cosas; nadie ve ni oye lo suficiente como para quedar satisfecho. Nada habrá que antes no haya habido; nada se hará que antes no se haya hecho. ¡Nada hay nuevo en este mundo!
No me gusta el fútbol. Pero me gusta escuchar las explicaciones de Danilo. Es un fanático del Barsa. Puede hablar por horas acerca las estrategias. Como parece que hablara no de futbol sino de teología, y con una lógica impecable, después de escucharlo hablar de por qué Cruyff debería cambiar a una formación 4-4-2, le dije que debería escribir un libro que se llamara “Meta-Ta- Ballsyka, o Danilo, el filósofo del balón.” Comprendió la mitad de la broma, y me sonrió orgulloso.
De camino de regreso a casa, llevaba el cielo arrebolado frente a mí. La tarde había refrescado. La gente que me cruzaba a la orilla de la carretera se movía a un ritmo que recordaba a una caja de música al final de su cuerda.
Al llegar a casa me serví un ron con coca cola y me senté en la mesa del comedor con un libro de Hans Kung. Cuando me cansé de leer, dejé el libro sobre la mesa y me serví otro ron. Abrí la puerta y recosté un hombro sobre el marco. Escuché a los grillos. Mi mirada se perdía en la oscuridad; la noche era cerrada ya. Escuché al viento sacudir los árboles y empecé a impacientarme. Pero no quería admitirlo. Qué me importaba a mí si ella venía o no.
Volví a entrar. Me senté en el sofá y encendí la tele. Las noticias hablaban de los cargos de corrupción contra el ex presidente de Guatemala: habían probado que había hecho traslados de fondos del estado a sus cuentas personales. Cambié de canal. Ponían el Chavo del ocho. Don Ramón estaba contándole al Chavo la historia de cuando era boxeador. Me reí sonoramente. Me encanta ese episodio.
Al terminar pusieron el noticiero. Apagué la tele. Me quedé mirando al techo, recalcitrante en la idea de que la soledad no existe más que cuando creemos en el fantasma de la ausencia.
Me quedé dormido.
Algún tiempo después me despertaron golpes en la puerta. No podía ser nadie más. Me levanté y caminé hasta la puerta.
“Pasá,” le dije aún medio dormido.
Caminé hasta el sofá, frotándome los ojos para espabilarme. Ella me siguió, y cuando me dejé caer en el sofá, se quedó de pie junto al televisor.
“Yo sé que no es nada lujoso,” le dije, “pero está limpio.” Pasé la mano sobre el plástico verde del asiento para demostrarle que no guardaba polvo.
Sus ojos grandes, un poco alargados, como los de un comic japonés, me miraron tímidos.
“Pensé que ya no ibas a venir,” le dije.
“Es que mis papás se quedaron hasta tarde en la casa de mi tío,” me respondió como regañada, con las manos cruzadas al frente de su vestido. “Y tenía que esperar que se durmieran.”
“No importa,” le dije tomándola con suavidad de la mano, “lo importante es que viniste.” Tiré de su brazo y la hice sentarse junto a mí.
“Encontré el libro,” agregué estirándome para tomar de sobre el televisor el libro que había prometido prestarle.
Lo tomó con ambas manos, miró la portada, lo colocó sobre sus piernas y me dijo gracias, con evidente timidez.
“¿Querés tomar algo?” le pregunté por ver si eso la relajaba, aunque olvidé que por su edad, seguramente todavía no tenía la costumbre de beber.
“No, gracias,” me respondió, sin apartar las manos ni los ojos del libro.
“Voy al baño,” le dije. Ahora yo estaba tenso. No sabía cómo actuar.
Cuando volví, ella tenía en las manos una fotografía que había tomado de sobre el televisor.
“¿Quiénes son?” me preguntó.
“Amigos de México,” le respondí.
Fui hasta la mesa para servirme otro trago.
“¿De cuando estuvo estudiando filosofía?”
“Sí, de cuando estuve estudiando filosofía.” Me bebí medio vaso de un trago.
“Ya.”
Sus ojos volvieron a examinar la fotografía.
“¿Sus amigos eran también estudiantes?”
“Sí, también.”
“Pues hay unos muy mayores para ser estudiantes.”
“No, es que no todos eran estudiantes.”
“Ah.”
Me quedé en silencio, sin intención de explicar la incongruencia.
“¿Usted es el de la derecha, el de la barba sin recortar?”
Me acerqué y le quité la foto. Ella señaló con el dedo a un tipo de anteojos, con el pelo desarreglado y un poncho mexicano.
“Sí, soy yo,” le dije devolviéndole la fotografía. “Y no soy usted, soy tú, ya te dije que me tratés de tú.”
Hubo silencio.
Me miró con recato, pero como pidiendo más explicaciones.
“La verdad es que no todos eran estudiantes de filosofía, porque eso no fue lo único que estuve haciendo en México,” le dije.
“Ah.”
“Creo que puedo contártelo, sin miedo a que se lo digás a nadie, ¿verdad?”
Se encogió de hombros y pronunció un tímido sí.
“¿Verdad?” repetí desafiante.
Negó con la cabeza, arqueando las cejas, con la expresión de un conejo encandilado. “No, le prometo que no le voy a decir a nadie.”
“Pero tampoco te asustés,” le dije casi riendo, llevándome el vaso a la boca. “Si tampoco es para tanto.” Terminé de beber y me sequé los labios con el dorso de la mano.
“Me fui de Guatemala,” continué, “porque me iban a matar. Me agarraron un día cuando salía de la universidad. Entre dos tipos me agarraron por la espalda y me pegaron con un tubo de hierro. Me dijeron que a la próxima me mataban.”
“¿Por qué?”
“Pues porque estaba metido con un grupo de izquierda.” Bebí de mi vaso, olvidando que ya estaba vacío. Lo coloqué sobre el televisor al darme cuenta.
“O sea que estaba con la guerrilla.”
“Sí, de alguna forma, sí.”
“¿Y eran del ejército los que le pe… los que te pegaron?”
“No, de la policía, que es lo mismo…. pero en la ciudad.”
“Pues mi papá dice que el ejército vino una vez aquí a Sinera. Agarraron a dos hombres que decían que estaban con la guerrilla. Mi papá los conocía de cuando eran niños. Él dice que no era verdad. Pero se los llevaron igual y ya nunca los devolvieron.”
“Pues sí… yo tuve suerte.”
Lucía miró nuevamente la foto y se sonrió.
“Me gustás más sin los anteojos… y sin la barba… y sin tanto pelo.”
Me miró a los ojos con la anchura de un desierto. Por Dios que me sentí más niño que ella.
Sus ojos volvieron a posarse sobre la foto. Luego, lentamente, volvieron a los míos.
Moví mi mano para quitarle la foto. Disimuladamente. Tímidamente. Lo que quería en realidad era cogerle las manos. Lo hice, y las atraje a mi boca. Dejé la foto sobre el sofá y le besé los dedos. Por Dios que me sentí como un niño. Aunque la verdad es que también me sentí humillado, avergonzado de mi estado, de contrastar mi suciedad con su inocencia. Y así me sentí mientras la desvestía, mientras la penetraba, mientras me volvía a vestir y mientras la despedía antes del amanecer, y la miraba desaparecer por el camino de regreso a Sinera.