Friday, November 20, 2009

Gabriela debe calmarse




Gabriela debe calmarse. Ayer simplemente fue un mal día. Si yo hubiera estado con ella, el asunto estaría olvidado ahora. Pero no estaba. Ese es el punto. No estaba.
Luego las ideas extrañas que compra de sus amigas. Tatiana no la ve, como ellas dicen. Habla con ella, seguro. Pero como cualquier niño habla, mientras juega, con sus amigos imaginarios. Es lógico. Pasaban tanto tiempo juntas. Tal vez habla con ella como yo hablo con Martín. Ella me ha visto hablar con Martín. Todo el mundo me ha visto hablar con Martín. Y nadie piensa que estoy loco. Todo el mundo habla con su perro.
Hemos hablado de sus ideas extrañas muchas veces. Gabriela necesita calmarse. Antes, también hablábamos de lo mismo. Incluso antes de casarnos. Creo que si hubiera continuado sus visitas al psicólogo, las cosas no serían tan difíciles ahora. Tiene asuntos sin resolver, con su vieja, con su viejo, no sólo con nosotros. Ahora las cosas están enredadas.
Pero no la puedo juzgar. A mí tampoco me gustaba ese psicólogo con el que iba. Te veía con esos enormes ojos de loco, con la mirada perdida, sin decir nada, mientras golpeaba su libreta con el bolígrafo.
Yo he intentado ayudarla. Hablé con esa otra psicóloga, la de la clínica en el edificio donde trabaja su amiga Andrea. Ni siquiera lo intentó. “Pasemos el fin de semana fuera de la ciudad, en Cobán. El bosque y el frío me va a caer bien”, me dijo la última vez que se lo mencioné. “Sólo necesito desconectarme.” Fuimos, volvimos, y dos días después era otra vez lo mismo.

Tatiana puede ver más allá de lo que imaginamos. Hace un par de semanas, una mañana, mientras me observaba afeitarme, me dijo: “papá, muy feo enojado” y me desarrugó el entrecejo con el dedo. Yo no había reparado en mi gesto agrio, hasta que me lo dijo. Y esa es la cara que llevo todo el tiempo, pensé. Tuve que contenerme para no llorar.
Por ahora, debo ocuparme de que reparen el auto y además, de convencer a Gabriela que debe dejar de preocuparse. “Es sólo un auto”, le dije hoy al verla y la hice llorar. Yo sé que no es nada más el automóvil. Son además las vacaciones de fin de año. Necesitamos el dinero para pagarlas. Creo que tendré que echar mano de otra tarjeta de crédito.
Y es también el miedo de ya no encontrar alegría en las cosas que antes nos gustaba hacer.

Ayer hablé con Carlo, cuando volvíamos de la filmación. Dice que el cobro de los últimos dos trabajos que hicimos no va bien, que tendremos que esperar un poco más. Yo creo que él no es suficientemente firme con los inversionistas, es un tipo demasiado bueno. Y los inversionistas son unos hijos de puta. No deberían contratarnos si después no tienen el dinero para pagar. No es correcto hacer trabajar gratis a la gente.
Yo estoy seguro que si le pidiera el dinero a Carlo, él me lo daría. El comprendería. No creo que lo tenga, pero buscaría la manera de conseguirlo. Es un tipo demasiado bueno.
Nos invitó a Gabriela y a mí a cenar el próximo viernes, para celebrar que la filmación ha terminado. Mañana tendremos una fiesta con todo el equipo, pero él quiere celebrar en privado con nosotros. No se lo he dicho a Gabriela aún. No creo que vaya a entusiasmarle la idea. Últimamente nada la entusiasma. Yo le repito que le hace bien salir y estar con gente. Pero ella no me escucha.
Cuando recién nos habíamos casado, nos divertíamos muchísimo con Carlo y Mónica. Carlo es un excelente cocinero y Mónica una magnífica bebedora de vino. Y como yo soy un excelente comensal y Gabriela una magnífica bebedora de vino, hacíamos un cuarteto fenomenal.
Mientras Carlo cocinaba, hablábamos de Wim Wenders y de Jim Jarmush y de hacer cine sobre la vida de todos los días. De hacer cine que hablara de todo, pero en silencio. Abríamos un par de cervezas y soñábamos despiertos, mientras nuestras mujeres no sé de qué hablaban. Las oíamos reír a carcajadas y nos decíamos esto es estupendo. Dios sabe que extraño esos días. Pero Gabriela no quiere saber más de eso. Siente que se le ha mentido: se siente como una niña que ha descubierto que sus papás le han inventado a Santa Claus.
Ahora muchas veces la irrita que yo le hable de cine, como si creyera que miento al hablarle de eso, porque la vida no ha resultado de la forma que ella imaginaba. Gabriela siempre ha tenido una imaginación muy viva. A lo mejor se creía que yo filmaría una película epifánica que me llevaría a ganar un oso de oro y entonces yo volvería a la Argentina, como un héroe, llevándola de trofeo a ella, mi Helena guatemalteca. O mejor aún, tal vez pensaba que iríamos a vivir a París o a Londres o a Madrid.
Aunque debo admitir que yo también me siento desencantado. No porque me importen esas niñerías, sino por ver la decepción en sus ojos. A mí no me importa seguir aquí en Guatemala filmando comerciales para vivir, mientras pueda hacer largos o proyectos que me gusten, aunque no les vea ni un centavo.
Lo que pasa es que me desencanta ver que poco a poco me he ido quedando callado. No me había dado cuenta. Pero ahora pienso en ello y veo que es así. Las ideas sobre los proyectos que realmente me apasionan, me las guardo para mí. Me avergüenza mostrárselas. Sé que las desprecia. Mi talento le resulta risible por lo poco que aportan en la realidad.
Ahora tengo que soportar la situación. Ya no tengo muchas opciones. Constantemente pienso que no debí volver cuando nos separamos hace dos años. Tatiana no había nacido, Daniela recién había cumplido un año. Gabriela podría haber hecho una vida nueva y yo la mía. Pero ahora ya no tenemos muchas opciones.
Lo único que conseguí es que me recrimine día y noche haberme enrollado con Inés durante el tiempo que nos dejamos. Eso le da la excusa perfecta para fantasear que me quiero coger cualquier par de tetas que trabaja conmigo. Tengo que explicarle que Inés ha quedado atrás, que fue una cosa momentánea. Pero no comprende razones. Peleamos una y otra vez por el mismo tema. Y una y otra vez el resultado es el mismo. Ella llora y yo grito. A veces también ella grita. Y cuando ella grita yo me marcho de casa. Luego me llama por teléfono y me pide que vuelva. Dice que no podría soportar estar sin mí: no, teniendo que vivir con ese vacío y tantos recuerdos. Y yo creo que dice la verdad. Porque el problema en el fondo es que yo tampoco sería capaz de sobrevivir sin ella. Me ahogaría en el trabajo. Haría comerciales por montones para evitar pensar en ellas, sabiendo en el fondo que ya todo ha terminado, que la felicidad ha muerto para nosotros definitivamente y que estamos condenados a sentir su respiración sobre nuestro hombro, sin poder abrazarla, como si se tratara de un fantasma.

Después de almorzar abrí una página de internet que ponía fotos de Guadalajara. Llamé a Gabriela para mostrárselas. Se emocionó mucho. Hacía meses que no le veía esa clase de ilusión en la sonrisa. Se sentó en mis piernas y me permitió que le hablara de los lugares que podríamos visitar.
Pero con todo y todo, no pude evitar tener miedo. Es que la felicidad, aun si es por solo un momento, la siento como un signo ominoso, como la garantía de una desgracia por venir. No me imaginaba que mi vida anterior, llena de momentos dispares, sería el techo de mi felicidad. Nada, a partir de entonces, podrá desprenderse del velo del luto. Mientras abrazaba a Gabriela me vino a la mente una historia de Hawthorne que leí de niño en la escuela. Así me siento. Hay un velo separándome del mundo. Me esfuerzo por romperlo, pero no puedo alcanzar ni siquiera a Gabriela: ella tiene el suyo propio.
Gabriela se fue al supermercado. Nos despedimos en una nota feliz. Cocinaría para la cena una receta especial. No quiso decirme qué. Es un secreto, me dijo. Yo sé que es paella. Siempre concina paella cuando está contenta conmigo.
No volví a la computadora a trabajar. La mente la tenía en otro lado. Cada día me pasa lo mismo desde que Daniela no está.
Muchas veces, cuando estoy en la casa, tengo el deseo desesperado de que Gabriela se vaya, por un rato, y me deje solo. Las pocas veces que eso sucede entro a la habitación de Daniela y veo sus cositas, muy ordenadas. Gabriela se encarga de mantenerlas siempre impecables. Abro el closet. Veo su ropita. Es como tener los momentos colgados allí, uno tras otro.
Me siento muy cerca de ella cuando estoy en su habitación. Casi como si estuviera viva, como si pudiera tocarla en el momento que yo quisiera, en el momento que yo decidiera gritarle Dani, vení con papá. A Gabriela no le gustaría saber que lo hago. Soy yo el que le digo siempre que la veo en esa habitación que debe, por su bien, dejar de entrar allí. Me diría que me hace muy mal creer que… la puta madre. No puedo evitar llorar cada vez que me siento en su cama. Y es que es así, quiero llorar, porque llorando me siento más cerca de ella. Como si con el llanto se me saliera su muerte y me quedara sólo lo vivo. Y esto tengo que hacerlo solo. No podría estando Gabriela al mi lado. Con ella tengo que ser fuerte, con ella tengo que tirar para adelante, darle fuerzas.
Aunque no sé, tal vez debiera decirle la verdad. Contarle que hago lo mismo que ella cuando ella no está; pedirle que entremos en su cuarto una vez más, nos despidamos y decidamos de una vez por todas deshacernos de sus cosas. No creo ser capaz. Después no sabría dónde encontrar a Danielita.

Durante la cena Tatiana empezó a hablar otra vez con Danielita, en voz baja. Ella sabe que a su mamá y a mí nos preocupa que lo haga. Gabriela y yo sólo nos miramos. No nos dimos por enterados. Cométe tu arroz le dijo Gabriela para distraerla. Como Tatiana no obedecía, Gabriela terminó por enfadarse con ella. Le gritó y la niña empezó a llorar. Yo le grité a Gabriela que debía calmarse.