Sunday, August 30, 2009

Max es amigo mío desde hace un año


Max es amigo mío desde hace un año. Nos conocimos en un taller de escritura creativa que daban en la librería La Cosecha.
Es amigo mío desde apenas hace un año, aunque prácticamente crecimos juntos; hemos vivido toda la vida en el mismo barrio.
Max ha cambiado mucho. Ya no lleva el pelo largo. Ni argolla en la oreja.
En los primero días del taller nos veíamos el uno al otro como enemigos, porque creíamos comprender que, de todo el grupo, éramos los únicos que entendíamos algo de literatura. Ambos somos arrogantes. Tal vez por eso nos hicimos amigos.

Max y yo trabajamos en la biblioteca de la universidad xxx. El trabajo no es malo. La paga sí. Nuestras tareas alternan entre convertir en archivos digitales algunos de los libros, con ayuda de una máquina parecida a una fotocopiadora, atender clubes de lectura de ficción o poesía, ordenar libros y renovar las tarjetas del registro. Tenemos mucho menos tiempo para leer de lo que se podría pensar.
El empleo se lo debo a Max. El está aquí desde hace casi dos años. Yo desde apenas cuatro meses. Le entregó mi currículo a la jefe de la biblioteca, sin mi consentimiento, cuando se enteró que había una plaza disponible. Nunca me lo ha dicho, pero sé que necesitaba de mi compañía. Yo acepté porque necesito el dinero.
Si no fuera por mí, probablemente Max habría renunciado ya. Nos entretenemos con juegos que inventamos para pasar el tiempo.
“Choya, chorro, chucho, chata, chorizo, chuza, chonte, chamarra, cholero, churro”, digo en veinte segundos, mientras Max cronometra con su reloj de pulsera.
“Chute, chumpa… cholo, cheto, chingado, chancleta… chanfle, choto, chapa, choza”, recita Max en veinticinco, ahora mientras yo tomo el tiempo en mi reloj.
“Chusco, chancho… champa… chafa… chasquido, chamuco… chiflado…”
“¡Tiempo!” me interrumpe Max cuando cuenta en su reloj treinta segundos, y baila su danza de la victoria, como si fuera un jugador de fútbol americano. Nuestro jefe, una vieja enjuta que tiene más de treinta años trabajando en la biblioteca, nos lanza, por encima de sus gafas de lectura, una mirada de amonestación desde su escritorio, al otro lado del mostrador. Volvemos a la tarea de cambiar las tarjetas de registro de los libros, y ella a escribir en su computadora.

A las seis de la tarde salimos hacia el hospital. Es jueves, día de visitar al Chino.
Yo nunca había sido amigo del Chino. Pero lo visito por Max. Sé que no es fácil para él.
Cuesta trabajo reconocer al Chino de hace dos años. Sus enormes brazos y piernas se han secado como uvas bajo el sol. Sus dedos parecen crispados en la tarea de atrapar lo inasible.
Cada tres horas una enfermera viene para cambiarlo de posición, y evitar que su cuerpo se llague. Sus ojos permanecen cerrados, aunque no parece dormido, sino más bien disecado.
Hoy, al entrar al cuarto del hospital, recordé una tarde, hace más de cinco años, en la que el Chino le dio una golpiza a Franco Toriello. Lo tumbó de una trompada y le rompió la nariz. Una vez en el suelo, Max, impertérrito, observó, con una expresión de oscura satisfacción, cómo el Chino lo pateaba. El Chino había golpeado a Franco porque le había robado la novia a Max.
En esa época, cuando teníamos quince años, Max y el Chino vestían de negro todo el tiempo. Usaban camisetas de Sepultura, Iron Maiden o Metallica, y botas de construcción. Ambos usaban el pelo largo. Max llevaba una argolla en la oreja izquierda. Les gustaba ir a los conciertos de Heavy Metal y Thrash. Fumaban todo el tiempo. Yo los encontraba frecuentemente en el parque, con los ojos rojos, riéndose de las cosas más estúpidas. Los despreciaba con suficiencia, aunque ahora creo que quizá me movía el celo de no pertenecer a su mundo. Ellos no necesitaban razones para hacer lo que hacían. Yo sí.
Alguna vez le pregunte a Max por qué le gustaba vivir así. “Porque puedo”, me respondió con una sonrisa que se burlaba de mi incapacidad para comprenderlo. Yo prefería volver a mis libros, tímido de aceptar que me habría gustado comprenderlo mejor.

La madre del Chino es una anciana de casi setenta años. Cada tarde de jueves, al entrar nosotros al cuarto del hospital, nos saluda y sale inmediatamente para dejarnos solos, casi sin dirigirnos la palabra. Debe ser que se siente ya demasiado cansada, pienso, para querer relacionarse con el mundo desconocido de su hijo.
Max y yo nos sentamos a ver tele. A esa hora ponen el Chavo del Ocho. Subimos el volumen un par de puntos, lo suficiente para que nos resulte audible a nosotros, pero sin que moleste al vecino de la cama contigua. Conocemos los chistes de memoria, así que el programa no provoca en nosotros más que sonrisas eventuales, casi instintivas.
Esperamos a que vuelva la madre del Chino y nos marchamos, sin haber apenas hablado.
Cuando estamos solos, Max y yo tampoco hablamos de él. La primera vez que Max me pidió que lo acompañara al hospital, me contó que al Chino lo habían golpeado con un bate de béisbol en la cabeza, según Max, por robarle dinero. Yo creo que tal vez fuera por alguna cuenta pendiente. Pero al final, su vida o lo que queda de ella, y sus memorias, le pertenecen a Max, y no veo por qué yo habría de inmiscuirme. Nunca volví a tocar el tema.
Muchas veces he pensado que Max busca en la literatura explicarse lo que le ha pasado al Chino. Es su manera de entenderse con la realidad. Una religión alternativa, diría yo.
Max lleva siempre en su mochila un cuaderno donde anota citas de los libros que lee. En la primera página, en letra gótica, dibujada con tinta negra, escribió una frase de Schiller: “Tú, una pequeña estela que surca el viento en la superficie del mar, ¿puedes pretender asegurar allí la huella de tu existencia?” Sin importar dónde se encuentre, a veces abre su cuaderno y relee la frase, en silencio. Vuelve a cerrarlo y continúa lo que sea que ha interrumpido, como lo haría un buen musulmán después de su oración.
Sus libros favoritos son La Montaña Mágica de Mann y La Decadencia de un Ángel de Mishima. Los reverencia con adoración casi fanática. Le he preguntado muchas veces qué es lo que le fascina de ellos, pero invariablemente me responde con frases reticentes. “No lo puedo explicar”, me dice como si hubiera descubierto una forma de dirigirme la misma sonrisa de antes, de “vos no entendés”, de cuando frecuentaba al Chino, pero sin marginarme. En realidad, no tiene que explicármelo. Ahora puedo leer a Max como a un libro abierto.

Al salir del hospital, nos vamos a su casa.
Comemos en la cocina un arroz con salchichas y frijoles que su madre ha dejado en el refrigerador.
Luego nos fumamos un porro, mientras vemos en vídeo un concierto de Pink Floyd. Antes de conocer a Max, no me gustaba Pink Floyd. Pero, antes de conocer a Max, tampoco había probado la marihuana.
La madre de Max vuelve ese día del trabajo casi a las diez de la noche. La saludo y le digo que me voy. Como a esa hora ya no hay buses, la madre de Max se ofrece a llevarme a casa. Aunque me opongo, ella insiste, es demasiado peligroso andar solo por la calle a esa hora de la noche. Tiene razón.
Mientras conduce, la señora busca hacer conversación. Yo intento evitarla, temeroso de que descubra que todavía estoy pedo, y respondo a sus preguntas con monosílabos.
Finalmente detiene el auto frente a mi casa. En la tienda de la esquina, bajo un rótulo neón de Pepsi, dos vecinos están bebiendo cerveza, sentados en pequeños bancos plásticos. Le agradezco el aventón a la madre de Max, y saco de mi mochila la llave para abrir la puerta de metal, mientras ella se aleja. Los vecinos, desde la tienda, me preguntan si está mi papá en casa. Respondo que no sé, y entro.
Mi hermano está acostado en el sofá viendo MTV. Mi vieja ya se ha ido a dormir. Subo a su cuarto y la saludo. Dice que ha dejado algo de comer en el refrigerador. Yo le explico que ya he comido, y me voy a mi cuarto. Pongo un disco de Blind Melon en el estéreo y me tumbo en la cama, dominado por el sentimiento de desolación con que salgo cada jueves del hospital, presente en unos ojos que me miran sin pensar.

Me siento en una banca a esperar. Son las cuatro. Un grupo de chicos y chicas hacen cola para comprar entradas, mientras comen helados de McDonald’s, de los que vienen en vaso.
Ya nos perdimos la función de las tres y media para Fight Club. Cuando Max llega, se lo reprocho.
“Se murió el Chino”, me dice, y se sienta junto a mí.
Esperamos en silencio por nada, como si cumpliéramos con una inútil obligación.
Después de un rato tomamos un bus, y nos vamos para prepararnos para el funeral.

Esa noche, en la funeraria, un primo del Chino toca con una guitarra Ojalá de Silvio Rodríguez, en su honor. El Chino detestaba esa canción, me dice Max. Pero a nadie parece importarle. O quizá nadie lo supiera, le digo yo. Me devuelve una mirada incomprensible, cansada de todo. Me siento estúpido. Me gustaría explicarle que yo lo único que pretendo es hacerle saber que sí lo comprendo.
Sentado en el sofá de imitación de cuero, a la entrada del velatorio, espero a que Max diga algo.