Friday, November 20, 2009

Gabriela debe calmarse




Gabriela debe calmarse. Ayer simplemente fue un mal día. Si yo hubiera estado con ella, el asunto estaría olvidado ahora. Pero no estaba. Ese es el punto. No estaba.
Luego las ideas extrañas que compra de sus amigas. Tatiana no la ve, como ellas dicen. Habla con ella, seguro. Pero como cualquier niño habla, mientras juega, con sus amigos imaginarios. Es lógico. Pasaban tanto tiempo juntas. Tal vez habla con ella como yo hablo con Martín. Ella me ha visto hablar con Martín. Todo el mundo me ha visto hablar con Martín. Y nadie piensa que estoy loco. Todo el mundo habla con su perro.
Hemos hablado de sus ideas extrañas muchas veces. Gabriela necesita calmarse. Antes, también hablábamos de lo mismo. Incluso antes de casarnos. Creo que si hubiera continuado sus visitas al psicólogo, las cosas no serían tan difíciles ahora. Tiene asuntos sin resolver, con su vieja, con su viejo, no sólo con nosotros. Ahora las cosas están enredadas.
Pero no la puedo juzgar. A mí tampoco me gustaba ese psicólogo con el que iba. Te veía con esos enormes ojos de loco, con la mirada perdida, sin decir nada, mientras golpeaba su libreta con el bolígrafo.
Yo he intentado ayudarla. Hablé con esa otra psicóloga, la de la clínica en el edificio donde trabaja su amiga Andrea. Ni siquiera lo intentó. “Pasemos el fin de semana fuera de la ciudad, en Cobán. El bosque y el frío me va a caer bien”, me dijo la última vez que se lo mencioné. “Sólo necesito desconectarme.” Fuimos, volvimos, y dos días después era otra vez lo mismo.

Tatiana puede ver más allá de lo que imaginamos. Hace un par de semanas, una mañana, mientras me observaba afeitarme, me dijo: “papá, muy feo enojado” y me desarrugó el entrecejo con el dedo. Yo no había reparado en mi gesto agrio, hasta que me lo dijo. Y esa es la cara que llevo todo el tiempo, pensé. Tuve que contenerme para no llorar.
Por ahora, debo ocuparme de que reparen el auto y además, de convencer a Gabriela que debe dejar de preocuparse. “Es sólo un auto”, le dije hoy al verla y la hice llorar. Yo sé que no es nada más el automóvil. Son además las vacaciones de fin de año. Necesitamos el dinero para pagarlas. Creo que tendré que echar mano de otra tarjeta de crédito.
Y es también el miedo de ya no encontrar alegría en las cosas que antes nos gustaba hacer.

Ayer hablé con Carlo, cuando volvíamos de la filmación. Dice que el cobro de los últimos dos trabajos que hicimos no va bien, que tendremos que esperar un poco más. Yo creo que él no es suficientemente firme con los inversionistas, es un tipo demasiado bueno. Y los inversionistas son unos hijos de puta. No deberían contratarnos si después no tienen el dinero para pagar. No es correcto hacer trabajar gratis a la gente.
Yo estoy seguro que si le pidiera el dinero a Carlo, él me lo daría. El comprendería. No creo que lo tenga, pero buscaría la manera de conseguirlo. Es un tipo demasiado bueno.
Nos invitó a Gabriela y a mí a cenar el próximo viernes, para celebrar que la filmación ha terminado. Mañana tendremos una fiesta con todo el equipo, pero él quiere celebrar en privado con nosotros. No se lo he dicho a Gabriela aún. No creo que vaya a entusiasmarle la idea. Últimamente nada la entusiasma. Yo le repito que le hace bien salir y estar con gente. Pero ella no me escucha.
Cuando recién nos habíamos casado, nos divertíamos muchísimo con Carlo y Mónica. Carlo es un excelente cocinero y Mónica una magnífica bebedora de vino. Y como yo soy un excelente comensal y Gabriela una magnífica bebedora de vino, hacíamos un cuarteto fenomenal.
Mientras Carlo cocinaba, hablábamos de Wim Wenders y de Jim Jarmush y de hacer cine sobre la vida de todos los días. De hacer cine que hablara de todo, pero en silencio. Abríamos un par de cervezas y soñábamos despiertos, mientras nuestras mujeres no sé de qué hablaban. Las oíamos reír a carcajadas y nos decíamos esto es estupendo. Dios sabe que extraño esos días. Pero Gabriela no quiere saber más de eso. Siente que se le ha mentido: se siente como una niña que ha descubierto que sus papás le han inventado a Santa Claus.
Ahora muchas veces la irrita que yo le hable de cine, como si creyera que miento al hablarle de eso, porque la vida no ha resultado de la forma que ella imaginaba. Gabriela siempre ha tenido una imaginación muy viva. A lo mejor se creía que yo filmaría una película epifánica que me llevaría a ganar un oso de oro y entonces yo volvería a la Argentina, como un héroe, llevándola de trofeo a ella, mi Helena guatemalteca. O mejor aún, tal vez pensaba que iríamos a vivir a París o a Londres o a Madrid.
Aunque debo admitir que yo también me siento desencantado. No porque me importen esas niñerías, sino por ver la decepción en sus ojos. A mí no me importa seguir aquí en Guatemala filmando comerciales para vivir, mientras pueda hacer largos o proyectos que me gusten, aunque no les vea ni un centavo.
Lo que pasa es que me desencanta ver que poco a poco me he ido quedando callado. No me había dado cuenta. Pero ahora pienso en ello y veo que es así. Las ideas sobre los proyectos que realmente me apasionan, me las guardo para mí. Me avergüenza mostrárselas. Sé que las desprecia. Mi talento le resulta risible por lo poco que aportan en la realidad.
Ahora tengo que soportar la situación. Ya no tengo muchas opciones. Constantemente pienso que no debí volver cuando nos separamos hace dos años. Tatiana no había nacido, Daniela recién había cumplido un año. Gabriela podría haber hecho una vida nueva y yo la mía. Pero ahora ya no tenemos muchas opciones.
Lo único que conseguí es que me recrimine día y noche haberme enrollado con Inés durante el tiempo que nos dejamos. Eso le da la excusa perfecta para fantasear que me quiero coger cualquier par de tetas que trabaja conmigo. Tengo que explicarle que Inés ha quedado atrás, que fue una cosa momentánea. Pero no comprende razones. Peleamos una y otra vez por el mismo tema. Y una y otra vez el resultado es el mismo. Ella llora y yo grito. A veces también ella grita. Y cuando ella grita yo me marcho de casa. Luego me llama por teléfono y me pide que vuelva. Dice que no podría soportar estar sin mí: no, teniendo que vivir con ese vacío y tantos recuerdos. Y yo creo que dice la verdad. Porque el problema en el fondo es que yo tampoco sería capaz de sobrevivir sin ella. Me ahogaría en el trabajo. Haría comerciales por montones para evitar pensar en ellas, sabiendo en el fondo que ya todo ha terminado, que la felicidad ha muerto para nosotros definitivamente y que estamos condenados a sentir su respiración sobre nuestro hombro, sin poder abrazarla, como si se tratara de un fantasma.

Después de almorzar abrí una página de internet que ponía fotos de Guadalajara. Llamé a Gabriela para mostrárselas. Se emocionó mucho. Hacía meses que no le veía esa clase de ilusión en la sonrisa. Se sentó en mis piernas y me permitió que le hablara de los lugares que podríamos visitar.
Pero con todo y todo, no pude evitar tener miedo. Es que la felicidad, aun si es por solo un momento, la siento como un signo ominoso, como la garantía de una desgracia por venir. No me imaginaba que mi vida anterior, llena de momentos dispares, sería el techo de mi felicidad. Nada, a partir de entonces, podrá desprenderse del velo del luto. Mientras abrazaba a Gabriela me vino a la mente una historia de Hawthorne que leí de niño en la escuela. Así me siento. Hay un velo separándome del mundo. Me esfuerzo por romperlo, pero no puedo alcanzar ni siquiera a Gabriela: ella tiene el suyo propio.
Gabriela se fue al supermercado. Nos despedimos en una nota feliz. Cocinaría para la cena una receta especial. No quiso decirme qué. Es un secreto, me dijo. Yo sé que es paella. Siempre concina paella cuando está contenta conmigo.
No volví a la computadora a trabajar. La mente la tenía en otro lado. Cada día me pasa lo mismo desde que Daniela no está.
Muchas veces, cuando estoy en la casa, tengo el deseo desesperado de que Gabriela se vaya, por un rato, y me deje solo. Las pocas veces que eso sucede entro a la habitación de Daniela y veo sus cositas, muy ordenadas. Gabriela se encarga de mantenerlas siempre impecables. Abro el closet. Veo su ropita. Es como tener los momentos colgados allí, uno tras otro.
Me siento muy cerca de ella cuando estoy en su habitación. Casi como si estuviera viva, como si pudiera tocarla en el momento que yo quisiera, en el momento que yo decidiera gritarle Dani, vení con papá. A Gabriela no le gustaría saber que lo hago. Soy yo el que le digo siempre que la veo en esa habitación que debe, por su bien, dejar de entrar allí. Me diría que me hace muy mal creer que… la puta madre. No puedo evitar llorar cada vez que me siento en su cama. Y es que es así, quiero llorar, porque llorando me siento más cerca de ella. Como si con el llanto se me saliera su muerte y me quedara sólo lo vivo. Y esto tengo que hacerlo solo. No podría estando Gabriela al mi lado. Con ella tengo que ser fuerte, con ella tengo que tirar para adelante, darle fuerzas.
Aunque no sé, tal vez debiera decirle la verdad. Contarle que hago lo mismo que ella cuando ella no está; pedirle que entremos en su cuarto una vez más, nos despidamos y decidamos de una vez por todas deshacernos de sus cosas. No creo ser capaz. Después no sabría dónde encontrar a Danielita.

Durante la cena Tatiana empezó a hablar otra vez con Danielita, en voz baja. Ella sabe que a su mamá y a mí nos preocupa que lo haga. Gabriela y yo sólo nos miramos. No nos dimos por enterados. Cométe tu arroz le dijo Gabriela para distraerla. Como Tatiana no obedecía, Gabriela terminó por enfadarse con ella. Le gritó y la niña empezó a llorar. Yo le grité a Gabriela que debía calmarse.

Sunday, September 20, 2009

Viajes de ego en la cúspide de la chimenea de un alto horno (Parte Final)



Nos vimos con mucha frecuencia durante casi cuatro meses. Siempre la misma rutina. Ella se escapaba de casa, ponía alguna excusa, venía conmigo, teníamos sexo, varias veces, cuantas diera tiempo, conversábamos sobre naderías, y ella volvía a su casa.
Lo cierto es que para mí nuestras conversaciones eran naderías. Pero obviamente no lo eran para ella. A veces yo le contaba historias de mi época en la escuela. A veces le daba consejos sobre sus materias. O le decía que tal o cual amiga valía la pena conservarla, y que tal o cual otra mejor ni tenerla cerca. O le hablaba de cómo yo soñaba en ser como el Che cuando tenía su edad. Ella me idolatraba. No puedo decir menos de lo que yo sentía por ella. Pero nos idolatrábamos el uno al otro por razones completamente distintas.
Imprevisible, sin embargo, como un cambio de viento, las cosas entre nosotros se torcieron. Una noche, en el dormitorio, mientras yo la penetraba, sus tobillos en mis manos, me miró a los ojos y no sé qué cosa, espíritu o demonio, por falta de una mejor manera de llamarlo, se apoderó de mí. Mi corazón había sido una habitación llenándose lentamente de gas, durante horas, durante años. Y esa mirada de Lucía había sido la chispa. La vi tan inocente y frágil tendida bajo mí, sin mácula, que quise romperla. Si volver a vivir para mí implicaba aceptar que deseaba destruir y lastimar algo bello, pensé, pues pagaría el precio. Estaba cansado de vivir como una fantasma, escondido, pálido de deseo. No, yo quería vivir otra vez. Fuera lo que fuese que eso significara.
Levanté la mano y la golpeé en el rostro con el dorso de la mano. Un hilito de sangre descendió por la comisura de su boca. Perpleja, se llevó la mano a los labios. Vio la sangre en su dedo y me lo alargó, como para corroborar que veía correctamente. Volvió a tocarse la boca y me sonrió. Ampliamente.
“Pegame otra vez,” me dijo.”
“¿Cómo?” pregunté incrédulo.
“Pegame,” repitió con decisión, “en la cara.”
Me detuve, incapaz de entender.
“Pegame,” dijo otra vez.
“¿Estás loca?” le dije, le solté las piernas, y me aparté.
Me acosté boca arriba. Lucía se volvió hacia mí.
“¡Pegame, marica!” me gritó con voz chillona. “Pegame, pegame.” Hizo un silencio expectante. “Por favor, pegame” repitió por último, ahora con dulzura, acariciando mi cara.
Apreté su muñeca y le aparté la mano. Cuando la solté, me dio un manotazo en la cara. “¡Pegame, maldito, pegame!” repitió histérica, soltándome golpes, mientras yo me defendía como podía. Se montó encima mío y luchó por arañarme, llorando, mientras yo la sujetaba por las muñecas.Finalmente la golpeé en la cara. Se quedó inmóvil un momento. Me miró y sonrió. Entonces me clavó las uñas en el pecho y yo la golpeé nuevamente. Se llevó una mano a la mejilla enrojecida. Luego se fue deslizando sobre mis piernas, hasta esconder la cara tras su pelo colgando sobre mi ingle.
Esa noche, después de que se marchara, dormí como no lo hacía desde hacía tiempo.
Al día siguiente estuve pensando sobre lo que había sucedido. Aunque debía haberme sentido inmundo, muy al contrario, me parecía sentirme más vivo y renovado, como si hubiera resurgido un rescoldo en mí, de mis instintos más profundos, una parte de mí que creía muerta hace tiempo. Admití que estaba rabioso, y que quería agotar mi frustración y deseo de venganza por lo que la vida me había quitado: a la mierda con las buenas acciones, me dije, a la mierda con ser un buen cristiano, a la mierda con el estoicismo y la fortificación del espíritu. Seguir así habría significado negarme a mí mismo, negar algo más profundo, más oscuro sí, pero por lo mismo más puro.
Una vez me atreví a seguir mis inclinaciones, sin reticencias, las posibilidades me parecieron infinitas, y los golpes a Lucía se volvieron rutina. Pronto mi mano ya no fue suficiente, y tuve que buscar ayuda de un instrumento. Conseguí una rama de bambú. El pequeño cuerpo de Lucía, frágil, sumiso, se sacudía espasmódicamente bajo mis golpes. Sus nalgas se enrojecían, alguna vez sangraban. Ella gemía, lloraba, pero lo soportaba bien. Cuando yo creía que ella había llegado a su límite, no tenía más que poseerla. Y eso hacía que su entrega fuera más completa, más entera, como si yo la rescatara de las más profundas tinieblas. Era como si Dios, después de mucho tiempo, hubiera decidido por fin pedirme disculpas, y entregarme a Lucía como ofrenda. La belleza que el mundo me había negado, después de todo, se rendía a mis pies, encarnada en ella.
Redención.
Justicia poética.
La vida completaba su ciclo. Y yo ya no tenía por qué seguir soportando la burla del destino. Si yo me había acostumbrado a perder cada cosa que en mi vida había importado, una a una, sin piedad de ningún dios, ¿por qué iba yo a tenerla con Lucía? Cuando se ha perdido la oportunidad de ser feliz, aprendes a creer que son tus deseos los que acarrean la tristeza; cuando cada cosa que has amado en tu vida la has perdido, una a una, aprendes a no amar nada. Así que golpear a Lucía no era en absoluto diferente a lo que yo había hecho durante toda mi vida: destruir lo más querido para mí con mi simple deseo; destrozar la belleza con sólo buscarla: mi voluntad era un mero instrumento de la venganza de Dios contra mí.

Una noche, sin embargo, en la cúspide de una chimenea, Dios encontró otra forma de hablarme. Después de terminar mi comida, como de costumbre, me puse de pie para bajar por las escaleras. Me detuve un momento para ver las montañas en la distancia, el horizonte encendido, los árboles un poco más cerca, brotes de un verde inalcanzable y, bajo mis pies, las formas del metal abrazando el vacío. De pronto, sin ninguna explicación que yo encuentre ahora al recordarlo, retrocedí atacado de un horrible vértigo, tan rápido que di de espaldas con una pequeña puerta de hierro, parte de una barandilla a la orilla de la boca de la chimenea, con la mala suerte de que yo mismo la había dejado abierta esa tarde, al terminar una limpieza. Caí más de seis metros, hasta el fondo de la chimenea. Mi cuerpo fue golpeando contra las paredes mientras caía, lo cual amortiguó el golpe final. El impacto de una caída libre me habría matado. Perdí el conocimiento no sé por cuánto tiempo. Al despertar, todo era oscuridad. Los sonidos llegaban a mí a través de un tamiz espectral. Golpes sordos. El eco de rechinidos. El vientre de la bestia.
Intenté gritar varias veces, en vano. El pecho me dolía, y casi no podía emitir sonidos. Busqué por dónde escapar, pero no había posibilidades. Rápidamente me rendí, y comprendí que el destino había escogido por mí. Hoy me tocaba morir.
Pero en la oscuridad, seguro de que iba a morir, vi mi vida abrirse desde un punto impeciso, hasta convertirse en una figura hermosa, como un origami expandiéndose sobre el agua. Todo ha valido la pena, pensé, la mera oportunidad de ser testigo de mi propia vida ha hecho que todo haya valido la pena. No sentí miedo. Al contrario, vislumbré, acaso por primera vez, la posibilidad de que haberse entregado al viento no fuera, después de todo, un destino fatal, sin importar lo retorcido, sin importar lo lacerante que había resultado. La oscuridad me rodeaba. El tiempo enterraba mi cuerpo magullado en espesa ceniza. Sentí los vapores de la chimenea empezando a salir, el humo denso cubriéndome, enredando mis ideas, matándome lentamente. Bésame, hermosa, que éste será mi último día. Y dejémonos caer, como poseídos por un sueño. O una fiebre.

*

Desperté en la camilla de una clínica médica. Junto a mí, sentado en una silla de metal cromado, mi jefe me miraba. Se puso de pie en cuanto abrí los ojos, y salió al corredor en busca de un médico.
Cuando el doctor me hubo revisado, pregunté qué había sucedido. Me explicaron que al encender la chimenea los controles habían señalado un taponamiento. Uno de mis compañeros había descendido y me había encontrado inconsciente en el fondo. Debería estar muy agradecido, me dijo mi jefe, pues había salido con sólo tres costillas rotas.
“Esperaremos unas horas, mientras se recupera totalmente,” me dijo el doctor, “y luego puede irse a su casa."
Cuando me sentí mejor, al anochecer, mi jefe me ayudo a vestirme, y me llevó a casa en su carro.
Lucía vino a mi casa seis días después. Como de costumbre, después de conversar unos minutos, se desvistió y se puso a gatas sobre el piso de madera del dormitorio. Yo empecé a golpearla en las nalgas con la vara de bambú. Lágrimas involuntarias escurrieron por sus mejillas, mezclándose con gotas de sudor. Me detuve de pronto, incapaz de continuar, y me senté a la orilla de la cama.
“Se acabó,” le dije.
“Si apenas estamos empezando,” me respondió apartándose un mechón de pelo de la cara para mirarme.
“No,” dije con aspereza. No pude sostener la mirada, clavé los ojos en el suelo y repetí “se acabó.”
“Ah, ya me lo esperaba”, masculló tan bajito que bien podría no haberlo dicho, sino que yo lo imaginara.
Tomé su ropa de sobre la cama y la tiré al suelo.
“Vestite,” le ordené, y salí de la habitación.
En la cocina, me serví un vaso de agua. Salí de la casa y me recosté en la pared del frente. Lucía salió del cuarto y me siguió. Quiso acariciarme la espalda.
“No,” le dije con firmeza. Ella se apartó titubeante, queriendo decir algo sin saber qué. Bebí lo que quedaba de agua en mi vaso y me crucé de brazos.
Pasó junto a mí, sin volverse, y se alejó.
Y yo que creía que la soledad no podía ser más profunda, comprendí que el fondo es siempre un lugar relativo.

Friday, September 11, 2009

Viajes de ego en la cúspide de la chimenea de un alto horno (Parte II de III)


La mañana siguiente la dediqué a construir una librera para la sala. Mis libros habían permanecido, desde que vivía allí, guardados en cajas de cartón. Después de haber tenido que vaciarlas todas para encontrar el libro que le presté a Lucía, me pareció lo más lógico construir una.
Para antes del medio día estaba ya terminada. Utilicé madera que me había sobrado al construir mi casa. Claro, no era nada lujosa, pero funcionaba. La coloqué en la sala, puse los libros que cupieron, y me quedé mirándola. Le caería muy bien una mano de barniz, pensé, se vería mejor. Antes de que viniera a mi casa Lucía, no me habría preocupado de hacerla más bonita, pensé también.
Después de comer, me acosté en una hamaca colgada entre dos árboles a leer la Biblia.

Entonces morará el lobo con el cordero, y el leopardo con el cabrito estará tumbado; y el ternero y el leoncillo pacerán juntos, y un muchachuelo podrá conducirlos.
Entonces el niño de pecho jugará junto al agujero del áspid, y hacia la caverna del basilisco extenderá su mano el destetado.
Cerré la Biblia sobre mi pecho, y permití que un suave sueño me invadiera.
Al despertar, decidí ir al pueblo por barniz para la librera.
Una vez en el pueblo, después de comprar una lata en la ferretería, me senté en la banca de siempre en la plaza y pasé el resto de la tarde allí.
Volví a casa cuando anochecía. Dediqué un par de horas, antes de cenar, a barnizar la librera. Al terminar, la coloqué afuera para que se secara.
Hacía mucho calor, así que me acosté en la hamaca con mi libro de Kung. Intenté leer, pero no conseguí concentrarme; mi mente estaba en otro lado, la imagen de Lucía fija en mí, su piel todavía presente en mi propio cuerpo. Me abrí el pantalón y, bajo el manto de la noche enredada en las ramas, iluminadas por la luna, del árbol sobre mí, me masturbé.
Ella no vino esa noche. Pero sí a la siguiente. Apareció a las nueve. Le dije que no podía verla, que tenía que levantarme demasiado temprano al otro día.
“Mañana estoy en turno por la mañana,” le dije, “vuelvo a eso de las cinco.”
Me sonrió sin convicción y dijo que sí, que si conseguía escaparse de casa, vendría a buscarme a esa hora.

Lo de Lucía sucedió por accidente.
Aunque tal vez sea demasiado difícil decir con exactitud qué sea accidente y qué no: el destino no es más que una serie de imprevistos. Y sin embargo, cuando vuelves la mirada hacia atrás, descubres que tu camino ha dibujado un todo, una figura armónica y milagrosa, que es imposible aceptar sea producto del azar.
Conocí a Lucía una tarde en un locutorio. Yo necesitaba hablar a Guatemala con un amigo que estaba ayudándome a conseguir trabajo allá. Como todas las cabinas estaban ocupadas, me senté a esperar. Lucía estaba sentada en la silla de la par, vestida de uniforme de escuela. Leía la Divina Comedia. Con disimulo me miró de arriba abajo. Yo llevaba puesto mi uniforme. Finalmente cerró su libro.
“¿Cómo hace para estar tan sucio?”, me preguntó a quemarropa. Yo me sentí un poco avergonzado, aunque después me hizo gracia su auténtica e ingenua curiosidad.
“Trabajo desatorando chimeneas en el alto horno,” le respondí. La respuesta la satisfizo, y volvió a su lectura.
“¿Te está gustando?” le pregunté señalando el libro.
“No mucho,” me respondió sin dejar de leer. “Es bien aburrido.”
“No tanto,” le dije. “Pasa que a veces necesitás saber otras cosas para que te resulte interesante.”
Me miró pensativa. “¿Cómo qué?,” preguntó al cabo y cerró el libro, dejando un dedo en medio para no perder la página.
“No sé… como… ¿te explicó tu maestro que el personaje de Beatriz está basado en el amor de la infancia de Dante, y que ella se murió antes que pudieran casarse?”
“Sí… creo… ¿y qué con eso?”, preguntó y me miró inquisitiva.
“Tal vez no deberías de darle tanta importancia ahora y pensar que es mejor volverlo a leer cuando seas mayor y podás entender más cosas.”
“Tengo casi dieciocho años,” me dijo ácida.
“Sólo estoy diciendo,” repliqué defendiéndome, “que tal vez te haga falta… “ Me interrumpí cuando se desocupó una de las cabinas. “¿No vas a entrar?” señalé.
“No, “me respondió. “Vengo aquí para leer, no para llamar.”
Me reí de su curiosa y ruidosa elección.
“Tenés razón,” le dije. “En el parque hay demasiado sol.”
Entré a la cabina y hablé con mi amigo. No hubo suerte con el trabajo: que lo llamara de nuevo la semana próxima para ver si aparecía algo, me dijo.
“¿Qué?”, me dijo Lucía cuando pasé frente a ella.
“¿Qué?”, pregunté extrañado y me volví arrancado de mis pensamientos.
“Me estaba diciendo que tal vez me haga falta algo para entender el libro. Quiero saber qué.”
“Sufrir un poco,” le respondí sonriente.
A la semana siguiente volví al locutorio. Lucía estaba allí otra vez, lo mismo que Dante. La saludé antes de entrar a una cabina disponible.
“Estuve pensando, y creo que tiene razón”, me dijo cuando me disponía a salir. “Pero entonces creo que voy a tener que esperar mucho tiempo, porque siempre soy yo la que termino rompiéndole el corazón a los niños.” Lo dijo con una delicada sonrisa en la boca, con cierto orgullo, pero sin malicia.
“No te preocupés,” le dije. “Vas a ver cómo sin que te des cuenta, vas a estar un día deseando seguir siendo vos la que rompe corazones y no al revés. Pasa, creéme,” agregué levantando las cejas, “pasa.”
Esa semana tampoco tuve suerte con el trabajo. Durante un mes completo, volví al locutorio cada semana, y cada semana encontré a Lucía sentada en el mismo sitio, con su falda de uniforme a cuadros y su blusa blanca. Y cada vez nuestras conversaciones se extendieron más. Para ser honesto, debo decir que desde el primer día que la vi pensé en ella sexualmente, pero simplemente nunca se me ocurrió pensar que mis fantasías llegarían a tocar la realidad.
“Me pidieron que hiciera un reporte sobre un libro que yo escoja,” me dijo una tarde. “Puede ser cualquiera, el que yo escoja. Y pensé que usted me podía recomendar alguno.”
“Sí, sí. Estoy pensando en uno que te puede gustar. Era mi favorito cuando tenía tu edad. Es un poco fuerte, pero… en fin, te lo busco y lo traigo la semana próxima.”
“No,” me dijo con determinación. “Yo voy por él a su casa el próximo viernes.”
Por un momento, no supe qué responder.
“No, mejor yo te lo traigo. Mi casa está lejos y….”
“Yo sé dónde vive,” dijo interrumpiéndome y dibujando un gesto impasible que no decía mucho. “No se preocupe, yo voy por él el viernes en la noche.”
“Bueno, si querés…” respondí inseguro. “Pero yo podría…”
“No, está bien, el viernes en la noche.”
No se me ocurrió preguntar cómo sabía dónde vivía yo. Sólo supe que era hija de Danilo mucho después, cuando ya era muy tarde. El día en que comí en casa de Danilo, sentado a su mesa junto a Lucía, fue uno de los peores días de mi vida.

El sol era fuerte al mediodía. Subí a mi hora de almuerzo a la cúspide de la chimenea. Mi mirada alcanzaba la carretera hacia la izquierda, y hacia el frente a la montaña.
Pensé en mis años en México. En el tiempo perdido creyendo en quimeras. Todas se habían quemado. Y yo con ellas. Los recuerdos ya no dolían, eran inanes como una mano removiendo la arena. No sé que es peor, pensé, si retorcerse del dolor o sentirse como un muerto al que ya nada conmueve; ser una larva o la caparazón de una crisálida.
Fijé la imagen de Mónica en mi mente, sentada en la mesa de mi departamento, con sus anteojos y el pelo recogido en cola, mientras yo le aseguraba que la revolución iba a cambiar el mundo. Entre mis palabras, como pájaros fogosos, se colaba sin embargo mi deseo. Acariciar su cara. Coger sus manos. No, pero si vas a ser sacerdote, me dijo Mónica. Sí, pero vos…, fue todo lo que pude responder. La besé y terminamos en la cama.
¿Y si hubiera alcanzado a completar la frase? ¿Qué habría dicho? Sí, pero vos… vos sos Dios mismo. No, tal vez vos me guiaste hasta Dios, o vos me enseñaste que aunque creía conocer a Dios, sólo ahora lo veo. Dios, en realidad, está en las ausencias. Habla en lo que falta, porque en lo presente, tan repleto como está de sí mismo, no se puede escuchar. Esto lo pensé algún tiempo después, ya cuando había abandonado mi intención de ser cura, cuando creía haber encontrado mi camino. Lo pensé una noche, mientras miraba a Mónica en la cama del hospital, con la carne pegada a los huesos, su hinchado estómago abultado bajo la sábana, cuando estuve seguro que se iba a morir. Ahora, en la ausencia, es cuando Dios me hablará, pensé. Y lo seguí pensando después de enterrarla, cuando empezaba a preguntarme qué hago con Mónica muerta, qué hago con nuestra hija muerta, qué hago con el aborto de una promesa de ser feliz.
Pero ahora hasta ese pensamiento se había difuminado. Ya nada ardía. Ya era difícil decir si estaba vivo o muerto. Curiosa la soledad. No existe. Es una ausencia. No tiene sabor. No tiene olor. Su gusto es siempre el tuyo, su aroma eres tú mismo. Al final, la soledad, lo mismo que todo lo demás, pensé, es un sueño.
Y ahora que me había acostumbrado a no creer que era posible algo distinto, aparecía esta pequeña cosa, delicada, morena, inocente, capaz de revivir en mí la esperanza de vivir de otra forma, sin limitarme a una existencia de fantasma, y a creer en que podía existir, otra vez, en alguien más. ¿Qué derecho tenía yo? Por Dios, si Lucía era una niña.
A pesar de todo, allá arriba, con las montañas bajo mis pies, sentado en el dedo alargado de esa horrible bestia, sin miedo por mí, me permití cerrar los ojos y creer que yo podía ser posible en Lucía.

Volví a casa esa tarde lleno de una vitalidad inusitada. Me duché, tomé un libro, claro, de Kung, y me senté en el sofá. Hacía tanto calor que no quise ponerme camisa.
Al poco rato llegó Lucía. No tocó. Abrió la puerta que dejé sin pasador y se quedó parada mirándome. Llevaba una mochila a la espalda. Me le acerqué y la ayudé a quitársela. La tiré sobre la mesa. Le acaricié la cara. Y el cuello. Metí la mano por el escote de su blusa y le acaricié un pecho. Le quité la blusa y la falda, hasta dejarla desnuda, sólo con sus calcetas blancas, zapatos negros y en la cabeza una diadema irisada. Ella no se movió, se quedó con las manos cruzadas al frente, su mirada en el suelo. La acaricié por un largo rato, sin apresurarme, más bien, hasta cansarme. Luego la llevé a la mesa del comedor. La hice inclinarse, recostada sobre el pecho, y la penetré por detrás, sin quitarme el pantalón.
Eyaculé fuera de ella, sobre su espalda. Nuestras respiraciones quedaron flotando en el aire, agitadas, mientras recuperábamos el resuello.
Me abroché el pantalón, la besé en el medio de los omóplatos, le di una nalgada cariñosa, y la ayudé a levantarse.
Caminos hasta el sofá, nos dejamos caer en él, y nos quedamos mirando al techo.
“Pensé que ayer te habías enojado”, me dijo. Había tomado mi mano entre las suyas y jugaba con ella mientras hablaba.
“No, cómo me voy a enojar… es que tenía que trabajar hoy.”
“Eso es tonto… si hubieras querido estar conmigo…”
“Tal vez sí,” le dije. “A veces soy un niño… más niño que vos.”
“Otra vez con eso de que soy una niña…” me soltó la mano con brusquedad y se cruzó de brazos, arrugando el entrecejo. “No soy una niña.”
“Está bien, se me olvida, no sos una niña, perdón.”
“¿Por qué lo hacés conmigo si creés que soy una niña?” continuó con voz grave, sin suavizar el gesto.
“Ya te dije que me equivoqué, no sos una niña… soy yo el que está viejo.”
Se rió y recostó la cabeza sobre mi pecho.
“Tampoco es cierto,” dijo con voz retozona. “Prefiero que digas eso a que digas que soy niña, pero tampoco es cierto.”

Saturday, September 05, 2009

Viajes de ego en la cúspide de la chimenea de un alto horno (Parte I de III)


Mis pies colgaban de la orilla de la chimenea. Arriba, una noche cerrada. Abajo, las luces de la planta de producción como luciérnagas. Escuché el ruido de los motores. Extrañamente, el silencio se me descubrió imponente bajo la capa de sonido de las máquinas.
Como una premonición.

O como una alucinación.
Las noches, desde allí, la parte más alta de la chimenea del horno, son un agujero en el tiempo. El alto horno nunca se detiene. Su vientre digiere todo, y arde.
Descendí por la escalera lateral. Encontré al supervisor en el primer descanso. No le gusta que tome mi tiempo de almuerzo para sentarme allá arriba. Pero yo soy un buen trabajador. Así que no le queda otra opción que permitírmelo. Después de todo, es un trato justo: no le doy problemas con el trabajo que me pide, y él no se mete conmigo.
Dijo que había una obstrucción en la chimenea tres. Cogí la herramienta que había dejado colgada en la branda del descanso, y descendí hasta el puente que permite cruzar a la otra chimenea.
Mi trabajo consiste en destaponar las chimeneas cuando se obstruyen. Soy una especie de deshollinador de la era industrial. Me coloco una máscara de oxígeno, lentes de policarbonato, casco de minero con lámpara de halógeno, guantes de cuero, botas con soportes de acero, y desciendo hacia la oscuridad. No a mucha gente le gustaría hacer lo que yo hago: es sucio, tienes que subir y bajar las escaleras decenas de veces al día, y además el confinamiento… bueno, no muchos soportarían trabajar cuatro horas en un espacio de medio metro de diámetro, sin más luz que la lámpara de tu casco, colgando de una cuerda de vida. Sin embargo, la paga no es mala. Además, aunque el trabajo físico es duro, me mantiene fuerte.
Tomé el trabajo hace dos años. Fue lo que pude encontrar al volver de México, en un aviso en el periódico. Al principio, pensé tomarlo sólo temporalmente, mientras aparecía algo mejor. Pero día tras día me convenzo que el interior de la chimenea tiene el particular olor de mi destino. Me he convertido en un hombre al que le cuesta trabajo reconocerse en el espejo, pero que se parece más a cierta imagen que guardo grabada en mi ser, de manera extraña, como una reminiscencia, como una sensación de lo que significa ser yo mismo. Mis manos de intelectual, para nada acostumbradas en otros tiempos a trabajos rudos, ahora lucen ajadas y maltratadas. Sin embargo, las veo y me siento orgulloso, como un veterano de guerra que santifica sus cicatrices.
Aunque para nada me he convertido en el hombre que había planeado ser. En mi adolescencia imaginaba que a los treinta y cinco años sería ya un catedrático universitario. Más tarde, creí que para entonces sería, si no parte del gobierno revolucionario, al menos un líder respetado. El hombre que soy hoy, lo soy no gracias a lo vivido, sino a los hombres en que no me convertí; a los hombres que en mí han ido muriendo sin haber sido; a los que han dado espacio a esa especie de premonición espectral en que siempre he sabido que me convertiría: si la vida tiene otros planes para mí, yo no reniego. Sólo el hombre, dice la Biblia, que marcha en busca de su destino con resolución, tiene derecho a él.

La mañana ya había empezado a calentar cuando volví a casa después de la jornada nocturna. Me preparé una taza de té, un pan con frijoles y, después de comer, me acosté a dormir.
Al principio encontraba difícil conciliar el sueño de día, después de un turno de noche. Pero ya estoy acostumbrado. Ahora es durante la noche cuando se me hace difícil dormir.
Me levanté poco antes del medio día. Preparé arroz y ejotes para el almuerzo. Usualmente aprovecho la tarde, antes de ir al trabajo, para ordenar un poco la casa o lavar la ropa. En una ocasión lo comenté con mis compañeros de trabajo. Les pareció una broma. Se rieron de mí. Ellos piensan que debería conseguirme una esposa.
Decidí caminar hasta la plaza central de Sinera. Desde mi casa, es una caminata de unos veinte minutos. Vivo alejado de la gente, en un lugar que construí yo mismo. Está detrás de una colina. No hay carretera para llegar hasta allí. Por eso, cuando bajo al pueblo, la gente me mira con recelo. No soy un hombre de muchas palabras. Ni de muchos amigos.
Al llegar a la plaza, me senté en una banca. El sol quemaba fuerte. Una gorra roja, que me había regalado uno de los proveedores de lanzas para desatorar chimeneas, me protegía la cara.
Observar a la gente afanada, desgastada por una vida que les pesa toneladas, me hizo sentirme ligero. Vanidad de vanidades, dijo el Predicador; vanidad de vanidades y todo vanidad. ¿Qué saca el hombre de todo el trabajo con que se afana sobre la tierra, o debajo de la capa del sol?
La campanilla de una carreta de helados tintineó, jadeante bajo el pesado calor. Dos borrachos conversaban sentados en las gradas del atrio de la iglesia. El rostro de uno de ellos, raspones con costras por todos lados, hinchado por el alcohol, me recordó a un higo podrido a punto de estallar.
Mi mirada siguió a una niña que, vestida de uniforme, había cruzado frente a mí. Luego me fijé en una señora que con dificultad cargaba una bolsa de arpillera, repleta con las compras del mercado. Hasta que tanta gente y movimiento me produjo modorra. Me levanté y caminé hasta la hamburguesería de Danilo, a dos calles de la plaza.
Qué hay, me dijo Danilo al verme, mientras raspaba con una espátula la parrilla para freír. Todo bien maestro, le respondí, y vos, cómo andás.
A Danilo lo conocí porque sus hamburguesas son la única comida decente en este pueblo. Por más de un año cené todas las noches en la hamburguesería, pues antes de construir mi casa, yo vivía en un cuarto que le alquilaba a una vieja a pocas calles de la plaza central. En un tiempo suficientemente largo, todas las personas son capaces de demostrar que hay bondad en sus corazones. Y Danilo eventualmente me tomó cariño, y yo a él. Incluso ha llegado invitarme a comer en su casa, con su familia.
Que el hijo de puta del dueño del local no ha arreglado la filtración de agua en la pared, y que la pintura se está cayendo, y que él no tiene para mandar a pintar otra vez, además, que lo pague él, si es su culpa que la pintura se haya arruinado, si tiene menos de un año, me dijo Danilo. Mejor dame un licuado de papaya, le respondí. ¿Cómo están Amarilis y las niñas? El estómago me dio un vuelco al pronunciar la palabra niñas.
No escuché lo que respondió. Mejor dame una cerveza.
En la radio pasaban un partido de semifinales de la liga de campeones de Europa: Barsa contra Chelsea.
El sol había empezado a caer.
No hay nadie capaz de expresar cuánto aburren todas las cosas; nadie ve ni oye lo suficiente como para quedar satisfecho. Nada habrá que antes no haya habido; nada se hará que antes no se haya hecho. ¡Nada hay nuevo en este mundo!
No me gusta el fútbol. Pero me gusta escuchar las explicaciones de Danilo. Es un fanático del Barsa. Puede hablar por horas acerca las estrategias. Como parece que hablara no de futbol sino de teología, y con una lógica impecable, después de escucharlo hablar de por qué Cruyff debería cambiar a una formación 4-4-2, le dije que debería escribir un libro que se llamara “Meta-Ta- Ballsyka, o Danilo, el filósofo del balón.” Comprendió la mitad de la broma, y me sonrió orgulloso.
De camino de regreso a casa, llevaba el cielo arrebolado frente a mí. La tarde había refrescado. La gente que me cruzaba a la orilla de la carretera se movía a un ritmo que recordaba a una caja de música al final de su cuerda.
Al llegar a casa me serví un ron con coca cola y me senté en la mesa del comedor con un libro de Hans Kung. Cuando me cansé de leer, dejé el libro sobre la mesa y me serví otro ron. Abrí la puerta y recosté un hombro sobre el marco. Escuché a los grillos. Mi mirada se perdía en la oscuridad; la noche era cerrada ya. Escuché al viento sacudir los árboles y empecé a impacientarme. Pero no quería admitirlo. Qué me importaba a mí si ella venía o no.
Volví a entrar. Me senté en el sofá y encendí la tele. Las noticias hablaban de los cargos de corrupción contra el ex presidente de Guatemala: habían probado que había hecho traslados de fondos del estado a sus cuentas personales. Cambié de canal. Ponían el Chavo del ocho. Don Ramón estaba contándole al Chavo la historia de cuando era boxeador. Me reí sonoramente. Me encanta ese episodio.
Al terminar pusieron el noticiero. Apagué la tele. Me quedé mirando al techo, recalcitrante en la idea de que la soledad no existe más que cuando creemos en el fantasma de la ausencia.
Me quedé dormido.
Algún tiempo después me despertaron golpes en la puerta. No podía ser nadie más. Me levanté y caminé hasta la puerta.
“Pasá,” le dije aún medio dormido.
Caminé hasta el sofá, frotándome los ojos para espabilarme. Ella me siguió, y cuando me dejé caer en el sofá, se quedó de pie junto al televisor.
“Yo sé que no es nada lujoso,” le dije, “pero está limpio.” Pasé la mano sobre el plástico verde del asiento para demostrarle que no guardaba polvo.
Sus ojos grandes, un poco alargados, como los de un comic japonés, me miraron tímidos.
“Pensé que ya no ibas a venir,” le dije.
“Es que mis papás se quedaron hasta tarde en la casa de mi tío,” me respondió como regañada, con las manos cruzadas al frente de su vestido. “Y tenía que esperar que se durmieran.”
“No importa,” le dije tomándola con suavidad de la mano, “lo importante es que viniste.” Tiré de su brazo y la hice sentarse junto a mí.
“Encontré el libro,” agregué estirándome para tomar de sobre el televisor el libro que había prometido prestarle.
Lo tomó con ambas manos, miró la portada, lo colocó sobre sus piernas y me dijo gracias, con evidente timidez.
“¿Querés tomar algo?” le pregunté por ver si eso la relajaba, aunque olvidé que por su edad, seguramente todavía no tenía la costumbre de beber.
“No, gracias,” me respondió, sin apartar las manos ni los ojos del libro.
“Voy al baño,” le dije. Ahora yo estaba tenso. No sabía cómo actuar.
Cuando volví, ella tenía en las manos una fotografía que había tomado de sobre el televisor.
“¿Quiénes son?” me preguntó.
“Amigos de México,” le respondí.
Fui hasta la mesa para servirme otro trago.
“¿De cuando estuvo estudiando filosofía?”
“Sí, de cuando estuve estudiando filosofía.” Me bebí medio vaso de un trago.
“Ya.”
Sus ojos volvieron a examinar la fotografía.
“¿Sus amigos eran también estudiantes?”
“Sí, también.”
“Pues hay unos muy mayores para ser estudiantes.”
“No, es que no todos eran estudiantes.”
“Ah.”
Me quedé en silencio, sin intención de explicar la incongruencia.
“¿Usted es el de la derecha, el de la barba sin recortar?”
Me acerqué y le quité la foto. Ella señaló con el dedo a un tipo de anteojos, con el pelo desarreglado y un poncho mexicano.
“Sí, soy yo,” le dije devolviéndole la fotografía. “Y no soy usted, soy tú, ya te dije que me tratés de tú.”
Hubo silencio.
Me miró con recato, pero como pidiendo más explicaciones.
“La verdad es que no todos eran estudiantes de filosofía, porque eso no fue lo único que estuve haciendo en México,” le dije.
“Ah.”
“Creo que puedo contártelo, sin miedo a que se lo digás a nadie, ¿verdad?”
Se encogió de hombros y pronunció un tímido sí.
“¿Verdad?” repetí desafiante.
Negó con la cabeza, arqueando las cejas, con la expresión de un conejo encandilado. “No, le prometo que no le voy a decir a nadie.”
“Pero tampoco te asustés,” le dije casi riendo, llevándome el vaso a la boca. “Si tampoco es para tanto.” Terminé de beber y me sequé los labios con el dorso de la mano.
“Me fui de Guatemala,” continué, “porque me iban a matar. Me agarraron un día cuando salía de la universidad. Entre dos tipos me agarraron por la espalda y me pegaron con un tubo de hierro. Me dijeron que a la próxima me mataban.”
“¿Por qué?”
“Pues porque estaba metido con un grupo de izquierda.” Bebí de mi vaso, olvidando que ya estaba vacío. Lo coloqué sobre el televisor al darme cuenta.
“O sea que estaba con la guerrilla.”
“Sí, de alguna forma, sí.”
“¿Y eran del ejército los que le pe… los que te pegaron?”
“No, de la policía, que es lo mismo…. pero en la ciudad.”
“Pues mi papá dice que el ejército vino una vez aquí a Sinera. Agarraron a dos hombres que decían que estaban con la guerrilla. Mi papá los conocía de cuando eran niños. Él dice que no era verdad. Pero se los llevaron igual y ya nunca los devolvieron.”
“Pues sí… yo tuve suerte.”
Lucía miró nuevamente la foto y se sonrió.
“Me gustás más sin los anteojos… y sin la barba… y sin tanto pelo.”
Me miró a los ojos con la anchura de un desierto. Por Dios que me sentí más niño que ella.
Sus ojos volvieron a posarse sobre la foto. Luego, lentamente, volvieron a los míos.
Moví mi mano para quitarle la foto. Disimuladamente. Tímidamente. Lo que quería en realidad era cogerle las manos. Lo hice, y las atraje a mi boca. Dejé la foto sobre el sofá y le besé los dedos. Por Dios que me sentí como un niño. Aunque la verdad es que también me sentí humillado, avergonzado de mi estado, de contrastar mi suciedad con su inocencia. Y así me sentí mientras la desvestía, mientras la penetraba, mientras me volvía a vestir y mientras la despedía antes del amanecer, y la miraba desaparecer por el camino de regreso a Sinera.

Sunday, August 30, 2009

Max es amigo mío desde hace un año


Max es amigo mío desde hace un año. Nos conocimos en un taller de escritura creativa que daban en la librería La Cosecha.
Es amigo mío desde apenas hace un año, aunque prácticamente crecimos juntos; hemos vivido toda la vida en el mismo barrio.
Max ha cambiado mucho. Ya no lleva el pelo largo. Ni argolla en la oreja.
En los primero días del taller nos veíamos el uno al otro como enemigos, porque creíamos comprender que, de todo el grupo, éramos los únicos que entendíamos algo de literatura. Ambos somos arrogantes. Tal vez por eso nos hicimos amigos.

Max y yo trabajamos en la biblioteca de la universidad xxx. El trabajo no es malo. La paga sí. Nuestras tareas alternan entre convertir en archivos digitales algunos de los libros, con ayuda de una máquina parecida a una fotocopiadora, atender clubes de lectura de ficción o poesía, ordenar libros y renovar las tarjetas del registro. Tenemos mucho menos tiempo para leer de lo que se podría pensar.
El empleo se lo debo a Max. El está aquí desde hace casi dos años. Yo desde apenas cuatro meses. Le entregó mi currículo a la jefe de la biblioteca, sin mi consentimiento, cuando se enteró que había una plaza disponible. Nunca me lo ha dicho, pero sé que necesitaba de mi compañía. Yo acepté porque necesito el dinero.
Si no fuera por mí, probablemente Max habría renunciado ya. Nos entretenemos con juegos que inventamos para pasar el tiempo.
“Choya, chorro, chucho, chata, chorizo, chuza, chonte, chamarra, cholero, churro”, digo en veinte segundos, mientras Max cronometra con su reloj de pulsera.
“Chute, chumpa… cholo, cheto, chingado, chancleta… chanfle, choto, chapa, choza”, recita Max en veinticinco, ahora mientras yo tomo el tiempo en mi reloj.
“Chusco, chancho… champa… chafa… chasquido, chamuco… chiflado…”
“¡Tiempo!” me interrumpe Max cuando cuenta en su reloj treinta segundos, y baila su danza de la victoria, como si fuera un jugador de fútbol americano. Nuestro jefe, una vieja enjuta que tiene más de treinta años trabajando en la biblioteca, nos lanza, por encima de sus gafas de lectura, una mirada de amonestación desde su escritorio, al otro lado del mostrador. Volvemos a la tarea de cambiar las tarjetas de registro de los libros, y ella a escribir en su computadora.

A las seis de la tarde salimos hacia el hospital. Es jueves, día de visitar al Chino.
Yo nunca había sido amigo del Chino. Pero lo visito por Max. Sé que no es fácil para él.
Cuesta trabajo reconocer al Chino de hace dos años. Sus enormes brazos y piernas se han secado como uvas bajo el sol. Sus dedos parecen crispados en la tarea de atrapar lo inasible.
Cada tres horas una enfermera viene para cambiarlo de posición, y evitar que su cuerpo se llague. Sus ojos permanecen cerrados, aunque no parece dormido, sino más bien disecado.
Hoy, al entrar al cuarto del hospital, recordé una tarde, hace más de cinco años, en la que el Chino le dio una golpiza a Franco Toriello. Lo tumbó de una trompada y le rompió la nariz. Una vez en el suelo, Max, impertérrito, observó, con una expresión de oscura satisfacción, cómo el Chino lo pateaba. El Chino había golpeado a Franco porque le había robado la novia a Max.
En esa época, cuando teníamos quince años, Max y el Chino vestían de negro todo el tiempo. Usaban camisetas de Sepultura, Iron Maiden o Metallica, y botas de construcción. Ambos usaban el pelo largo. Max llevaba una argolla en la oreja izquierda. Les gustaba ir a los conciertos de Heavy Metal y Thrash. Fumaban todo el tiempo. Yo los encontraba frecuentemente en el parque, con los ojos rojos, riéndose de las cosas más estúpidas. Los despreciaba con suficiencia, aunque ahora creo que quizá me movía el celo de no pertenecer a su mundo. Ellos no necesitaban razones para hacer lo que hacían. Yo sí.
Alguna vez le pregunte a Max por qué le gustaba vivir así. “Porque puedo”, me respondió con una sonrisa que se burlaba de mi incapacidad para comprenderlo. Yo prefería volver a mis libros, tímido de aceptar que me habría gustado comprenderlo mejor.

La madre del Chino es una anciana de casi setenta años. Cada tarde de jueves, al entrar nosotros al cuarto del hospital, nos saluda y sale inmediatamente para dejarnos solos, casi sin dirigirnos la palabra. Debe ser que se siente ya demasiado cansada, pienso, para querer relacionarse con el mundo desconocido de su hijo.
Max y yo nos sentamos a ver tele. A esa hora ponen el Chavo del Ocho. Subimos el volumen un par de puntos, lo suficiente para que nos resulte audible a nosotros, pero sin que moleste al vecino de la cama contigua. Conocemos los chistes de memoria, así que el programa no provoca en nosotros más que sonrisas eventuales, casi instintivas.
Esperamos a que vuelva la madre del Chino y nos marchamos, sin haber apenas hablado.
Cuando estamos solos, Max y yo tampoco hablamos de él. La primera vez que Max me pidió que lo acompañara al hospital, me contó que al Chino lo habían golpeado con un bate de béisbol en la cabeza, según Max, por robarle dinero. Yo creo que tal vez fuera por alguna cuenta pendiente. Pero al final, su vida o lo que queda de ella, y sus memorias, le pertenecen a Max, y no veo por qué yo habría de inmiscuirme. Nunca volví a tocar el tema.
Muchas veces he pensado que Max busca en la literatura explicarse lo que le ha pasado al Chino. Es su manera de entenderse con la realidad. Una religión alternativa, diría yo.
Max lleva siempre en su mochila un cuaderno donde anota citas de los libros que lee. En la primera página, en letra gótica, dibujada con tinta negra, escribió una frase de Schiller: “Tú, una pequeña estela que surca el viento en la superficie del mar, ¿puedes pretender asegurar allí la huella de tu existencia?” Sin importar dónde se encuentre, a veces abre su cuaderno y relee la frase, en silencio. Vuelve a cerrarlo y continúa lo que sea que ha interrumpido, como lo haría un buen musulmán después de su oración.
Sus libros favoritos son La Montaña Mágica de Mann y La Decadencia de un Ángel de Mishima. Los reverencia con adoración casi fanática. Le he preguntado muchas veces qué es lo que le fascina de ellos, pero invariablemente me responde con frases reticentes. “No lo puedo explicar”, me dice como si hubiera descubierto una forma de dirigirme la misma sonrisa de antes, de “vos no entendés”, de cuando frecuentaba al Chino, pero sin marginarme. En realidad, no tiene que explicármelo. Ahora puedo leer a Max como a un libro abierto.

Al salir del hospital, nos vamos a su casa.
Comemos en la cocina un arroz con salchichas y frijoles que su madre ha dejado en el refrigerador.
Luego nos fumamos un porro, mientras vemos en vídeo un concierto de Pink Floyd. Antes de conocer a Max, no me gustaba Pink Floyd. Pero, antes de conocer a Max, tampoco había probado la marihuana.
La madre de Max vuelve ese día del trabajo casi a las diez de la noche. La saludo y le digo que me voy. Como a esa hora ya no hay buses, la madre de Max se ofrece a llevarme a casa. Aunque me opongo, ella insiste, es demasiado peligroso andar solo por la calle a esa hora de la noche. Tiene razón.
Mientras conduce, la señora busca hacer conversación. Yo intento evitarla, temeroso de que descubra que todavía estoy pedo, y respondo a sus preguntas con monosílabos.
Finalmente detiene el auto frente a mi casa. En la tienda de la esquina, bajo un rótulo neón de Pepsi, dos vecinos están bebiendo cerveza, sentados en pequeños bancos plásticos. Le agradezco el aventón a la madre de Max, y saco de mi mochila la llave para abrir la puerta de metal, mientras ella se aleja. Los vecinos, desde la tienda, me preguntan si está mi papá en casa. Respondo que no sé, y entro.
Mi hermano está acostado en el sofá viendo MTV. Mi vieja ya se ha ido a dormir. Subo a su cuarto y la saludo. Dice que ha dejado algo de comer en el refrigerador. Yo le explico que ya he comido, y me voy a mi cuarto. Pongo un disco de Blind Melon en el estéreo y me tumbo en la cama, dominado por el sentimiento de desolación con que salgo cada jueves del hospital, presente en unos ojos que me miran sin pensar.

Me siento en una banca a esperar. Son las cuatro. Un grupo de chicos y chicas hacen cola para comprar entradas, mientras comen helados de McDonald’s, de los que vienen en vaso.
Ya nos perdimos la función de las tres y media para Fight Club. Cuando Max llega, se lo reprocho.
“Se murió el Chino”, me dice, y se sienta junto a mí.
Esperamos en silencio por nada, como si cumpliéramos con una inútil obligación.
Después de un rato tomamos un bus, y nos vamos para prepararnos para el funeral.

Esa noche, en la funeraria, un primo del Chino toca con una guitarra Ojalá de Silvio Rodríguez, en su honor. El Chino detestaba esa canción, me dice Max. Pero a nadie parece importarle. O quizá nadie lo supiera, le digo yo. Me devuelve una mirada incomprensible, cansada de todo. Me siento estúpido. Me gustaría explicarle que yo lo único que pretendo es hacerle saber que sí lo comprendo.
Sentado en el sofá de imitación de cuero, a la entrada del velatorio, espero a que Max diga algo.

Sunday, May 17, 2009

Un bar sin gente puede ser algo muy triste

Un bar sin gente puede ser algo muy triste. Te da en la cara con el vacío que deja la alegría cuando se va.
A las once y media me rindo, seguro de que nadie más vendrá. Es jueves. Eso lo hace más difícil.
Se me ocurre que si Darío apareciera, le regalaría un trago. Pero no creo que venga. Fui demasiado duro con él la semana pasada. Pasa que él no es capaz de entender que también yo paso por un mal rato. Después de tantos años haciéndome de la vista gorda con sus cuentas, decido cobrarle un mes lo que debe, sin perdonarle ni una cerveza, y me sale con que ya no soy su amigo. Yo no puedo hacer otra cosa, necesito el dinero.
Hoy jugaron los Mets y ganaron. Lo malo es que no pude ver el final del juego. Dos chicos argentinos se sentaron a la barra y me pidieron que pusiera el futbol. Jugaba el Boca y el Cruzeiro las eliminatorias de la copa Libertadores. Tuve que complacerlos. Me gusta el Boca, pero habría preferido ver el beisbol. Ganó el Cruzeiro dos a cero. Los porteños se enojaron tanto que dejaron las cervezas sin terminar y se fueron.
Cierro, decidido a irme directo a la cama. Me siento dentro del carro y lo enciendo, pero no consigo marcharme. La sola idea de abrir la puerta de mi departamento y no saber qué hacer una vez dentro, me convence de ir por un whisky. Bajo del carro y camino sin rumbo fijo, por las calles bordeadas por discotecas y hoteles en la zona diez. Chicos vestidos de fiesta hacen cola fuera de los locales. Algunas chicas visten minifaldas, a pesar del frío.
Sin darme cuenta llego a una calle conocida. Recuerdo que dos cuadras más adelante está el Shakespeare´s Pub y decido ir para ahí.
Desciendo por una escalera de piedra que conduce a un piso bajo el nivel de la calle. Hace muchos años que no entro a ese lugar. Luce exactamente igual a como lo recuerdo: la luz lúgubre; las canciones de Garth Brooks a un volumen casi inaudible; los extranjeros usuales alrededor de la barra enclavada en el centro del local.
Pido un Jack Daniels con agua y enciendo un Marlboro.
La dueña del Pub, una inglesa de unos sesenta años, conversa plácidamente con dos de sus clientes. Yo la he visto durante años, siempre igual, bebiendo una cerveza, fumándose un cigarro. No atiende, tiene un par de chicas que lo hacen por ella. Pero ella está siempre aquí, bebiendo, fumando, conversando.
Marc Mcwire será retirado del salón de la fama por comprobársele cargos de dopaje. Lo veo en la tele y me causa mucha gracia. Como si no lo supiéramos desde hace años. Qué diferencia hace. Antes escupían las pelotas. Ahora se pican con hipodérmica.
Dos bancos hacia mi derecha, un tipo gordo de lentes, me sonríe.
“Met fan?”, me dice, señalando mi gorra azul con el escudo naranja.
“Yep” le respondo en mi inglés americanizado.
“That´s wrong” continúa diciendo, “I´m a yank,” confiesa con una sonrisa bonachona. “But that´s alright, at least you´re a New Yorker”.
“Guess I am” le digo, sin mucho ánimo de trabar conversación. Volvemos a nuestros propios silencios.
En la tele, el noticiero deportivo muestra las imágenes del partido que el Madrid perdió esta tarde contra el Valladolid.
“Makes you happy?” me pregunta el otra vez el gordo americano. Antes de responder, le doy una chupada a mi cigarro.
“Guess it does”.
Me dice que me apuesta cualquier cosa a que le voy al Barsa. No le pregunto cómo lo sabe, pero él continúa diciendo que también sabe que le voy al Boca. Y al Municipal. Finalmente cedo y le pregunto cuál es el truco. Ninguno, responde: you look like an anti-status quo guy, that´s all.
Tiene sentido, le digo. Le pregunto si me delató mi pelo desaliñado, la barba de tres días y el arete en la oreja. Guess it did, me responde. Me río. Además, agrega, te apuesto cualquier cosa a que eres el menor de dos hermanos. Le respondo que sí, impresionado. ¿Cómo lo sabe? Dice tener una teoría sobre los hermanos. ¿Cuál? Prefiere no decir. Yo insisto. “Tell you later, if we get around to it”, apuntilla, ajustándose los gruesos anteojos de ancho marco negro.
Me conformo. Pero a cambio le pido me cuente por qué conoce de equipos de futbol soccer; no es lo que uno esperaría de un típico norteamericano. Me explica que es un representante legal de la Nell Helicopters en Latinoamérica. Vive en Nueva York, pero pasa la mayor parte de su tiempo viajando por el continente, litigando con clientes por problemas con las garantías, por cobros, por accidentes, usos ilegales de las naves, negociaciones con los gobiernos o cualquier otra cosa que requiera de un abogado.
Está en Guatemala por la investigación de un helicóptero que había caído, según las declaraciones de la policía, por averías de fábrica en la hélice. En él viajaba un ministro, un comerciante dueño del aparato, y el piloto. Los tres habían muerto. El había propuesto traer a un técnico de Texas especializado en ese tipo de accidentes; no podía admitir que la compañía cargara con la responsabilidad de haber producido un helicóptero defectuoso. Pero la policía se había negado. Cambiaron inmediatamente la declaración, aduciendo ahora que el accidente se debía a un error del piloto. Era obvio que se trataba de algo turbio. Como para la compañía el problema quedaba resuelto con eso, se marcharía al día siguiente.
“And your name probably is Mr. Status Quo”, le digo en broma. Afortunadamente para mí, lo toma así y se ríe. Le digo que luce más como un profesor universitario o un escritor que como un abogado.
“You´re right, I´m a poet too”, confiesa ufano. “One that doesn´t despise money, not a poet maldit maybe, but a poet none the less”, agrega, acariciándose la barba
No me atrevo a pedirle que me muestre un poema suyo. No comprendo de qué va el tipo y me provoca desconfianza.
Me pregunta por mi poeta preferido. Le digo que no sé, que no conozco nada de poesía.
“In Viena there´s ten pretty women, a shoulder where death comes to cry… ¿no?, ¿doesn´t ring a bell?”
Confieso que no, que nunca lo he oído.
Le doy el último trago a mi whisky y me dispongo a pagar. El americano me lo impide colocando su mano sobre mi brazo, y ordenando dos nuevas bebidas.
“I´m Jerry”, me dice sonriente, y me tiende apacible su mano.
“I´m Daniel”, le respondo acentuando la pronunciación en español de mi nombre, y le estrecho de regreso la mano, con recobrada confianza.
“So, what about you, what do you do for a living?”, me pregunta después de darle un lento trago a su cerveza.
Le digo que soy dueño de un bar. Jerry encuentra gracioso y poco verosímil que, siendo dueño de un bar, me encuentre bebiendo en otro. Le explico que el negocio no va muy bien y que, cansado de esperar que apareciera algún cliente, esa noche había decidido cerrar temprano. Y entonces, de un tirón, le cuento a ese gringo, casi un completo extraño, la historia de cómo, después de separarme de Masha, le había comprado su mitad del bar y ella, además de irse con mi dinero, se había llevado la mitad de la clientela y a casi todos nuestros amigos.
“And the worst part is I still miss her,” admito sin el menor pudor.
“Well, I guess I can help you about that” me dice. Se levanta y coloca un billete de cincuenta dólares sobre la barra. “Come on, we´ll cheer you up in no time.”
Lo sigo sin preguntar nada. De pie es mucho más alto de lo que imaginaba. Subimos las escaleras hacia la calle y me indica que lo siga a un estacionamiento.
Jerry dice que ha tenido que encontrar formas de entretenerse, estando tanto tiempo fuera de casa. ¿Está casado? No, nunca lo ha estado. Espero en vano una explicación que no obtengo. Subimos a su carro, un pequeño Ford Escort de alquiler. Le pregunto a dónde me lleva. Me dice que no debo preocuparme; me asegura que me la pasaré bien. Pregunto por preguntar. Ya sé a dónde vamos. No es mi tipo de lugar, pero tampoco me molesta la idea.
Llegamos en pocos minutos a una casa en la zona 9, a un par de kilómetros del Pub. Dentro, a alto volumen, suena November rain, de Guns ´N Roses, mientras una morena baila tomada del tubo del escenario, vistiendo sólo una especie de cortísimo short de brillante plástico negro.
Nos sentamos en una mesa hacia el fondo, a un costado del escenario. Ambos ordenamos cerveza. Jerry enciende un habano y me ofrece otro que acepto agradecido. Se acomoda en el sofá de tela roja y sonríe, aprobando con la cabeza, ante el espectáculo. La canción, después de un suspenso en el que parece a punto de finalizar, empieza a subir en crescendo. Cuando explota, la chica al fin se desnuda completamente y baila, con movimientos cuasi gimnásticos, abriéndose de piernas en el suelo, una atrás y una adelante o una a cada costado, o moviendo el culo espasmódicamente. Jerry y yo aplaudimos emocionados.
“She´s great!”, me dice Jerry, golpeándome con el codo, al terminar la canción. Estoy de acuerdo. Sonrío complacido, mientras observo a la chica recoger su ropa y subir desnuda por las escaleras.
Por un momento me parece estar invadido, en un buen sentido, por la vida de Jerry. Se le ve feliz. Miro su amplia sonrisa bonachona. Me recuerda a alguien, pero no logro adivinar a quién. Y mientras tengo esa sensación de vivir, aunque sea superficialmente, una viñeta de su vida, le envidio, lo que me parece una libertad sin compromisos.
Unos minutos más tarde sube al escenario una chica vestida de niña, con altas medias blancas y moños en el pelo. Jerry bebe de su cerveza, sin borrar por un solo momento la sonrisa de su cara. Yo me sumo en una contemplación taciturna.
Notando que estoy entrando en un estado de ánimo contrario al que él tenía pensado, Jerry se pone de pie y me pide que lo siga. Caminamos por entre chicas que, esperando nuevos clientes o probablemente su turno al tubo, fuman y platican entre ellas. Nos detenemos en medio del grupo y Jerry me pregunta cuál me gusta. Las chicas interrumpen su plática y nos lanzan miradas indefinidas. No puedo evitar sentirme incómodo. Buscando disimular mi timidez, hago señas a un mesero que pasa cerca, para que le sirva un trago a una chica con rasgos orientales que me ha gustado. Jerry pide otro para una mulata que le ha gustado a él.
Nos sentamos los cuatro en una mesa redonda, en una butaca larga que la rodea en media luna.
Para mi sorpresa, en un español bastante aceptable, Jerry le dice a la mulata que quería repetir con ella lo que habían hecho la noche anterior. No se me había ocurrido pensar que, teniendo que hacer negocios en Latinoamérica, debía hablar español. Yo permanezco en silencio mientras la chica oriental me acaricia el pecho, mirándome con ojos pícaros.
“¿Cómo te llamas?” me dice.
“Daniel” le digo lacónico y vuelvo a mi pose desinteresada.
La mulata y Jerry se ríen ruidosamente. Luego ella le dice a mi chica algo al oído y ambas sueltan risitas disimuladas. Le pregunto a la chica oriental qué le ha dicho la mulata. Duda por un instante, y luego me dice que Jerry ha dicho que si no puedo con ella, él puede llevárselas a ambas a una habitación. Arrugo el gesto y me encojo de hombros.
“¿Y? ¿Es cierto? ¿No te gusto?” me pregunta ella.
“¿Que si me gustás? Me gustás mucho. Vení” le digo tirando de su mano, “te voy a enseñar.”
Subimos las escaleras hacia un segundo piso. La chica llama a un tipo de corbatín y le da indicaciones. El hombre me hace saber que debo pagar el servicio por adelantado. Le entrego mi tarjeta de crédito. Se dirige a una ventanilla hacia el fondo del vestíbulo y vuelve con un comprobante. Lo firmo y él me señala una puerta en un corredor hacia la derecha.
El cuarto está bastante limpio. Parece nuevo y hasta tiene un televisor, empotrado en la pared, como en los hospitales. Me siento a la orilla de la cama. La chica inmediatamente se sienta sobre mis piernas y empieza a besarme el cuello.
“No me dijiste tu nombre” le digo.
“Tatiana”.
“¿Es tu nombre verdadero?”
“Tatiana” repite como si no hubiera comprendido la pregunta, mientras me saca la camisa del pantalón.
Nos acariciamos un rato. Su piel es suave y su pelo tiene un agradable olor a champú. Me tira sobre la cama y me quita los calzoncillos. Le digo que prefiero no coger, pero que una mamada me vendría muy bien. Ella sonríe fríamente, sin responder, y me besa el abdomen.
Cuando termina le pregunto cuánto tiempo nos sobra. Casi media hora, responde. Le pido que nos quedemos allí, hasta que se acabe el tiempo. Está bien por ella. Intenta levantarse, pero yo se lo impido. Saco una cajetilla de Marlboro y le ofrezco un cigarro. Los encendemos y fumamos acostados, en silencio, ella recostando su cabeza sobre mi brazo extendido.
Salimos del cuarto, al cabo. Tatiana se despide de mí; dice que debe atender a más clientes. Le pido que no se vaya todavía, que se tome un último trago conmigo. Accede y nos sentamos en la mesa donde habíamos estado antes. Jerry ya no está ahí. Me pregunto si se habrá marchado. Veo el reloj: son casi las cinco de la mañana.
Antes de que alcancemos terminar nuestras bebidas, Jerry aparece desciende por las escaleras acompañado por la mulata. Me dice que es hora de irnos. Agrega que la noche le ha despertado un hambre descomunal. Nos despedimos de las chicas cariñosamente, antes de salir de la casa.
Una vez en el carro, Jerry propone desayunar en su hotel. The Greateful Dead canta Blue Stella en el estéreo. A las diez debe tomar su vuelo a Nueva York, me dice.
En el restaurante del hotel, las luces están apagadas. Jerry se dirige a un muchacho en la recepción y pregunta si es posible conseguir algo de comer. El muchacho duda, entra a una pequeña oficina detrás del escritorio y al salir nos dice que no hay problema, que nos servirán en un momento. Nos conduce hasta el restaurante, enciende las luces y nos sienta a una mesa hacia el centro.
Tras una corta espera, aparece un mesero. Pedimos huevos fritos con tocino para ambos, fruta, avena y jugo de naranja. Mientras comemos, Jerry dice que ha cumplido su promesa: se me ve contento. Dice la verdad. Me siento tranquilo. Pero inevitablemente mi mente vuelve a la idea de abrir el bar esa noche y la noche siguiente, y de saber, sin querer comprender, que ya nada será igual. El corazón se me hunde. La decisión se me aparece clara y distinta: debo cerrar. Debo cerrar y empezar de nuevo. No sé cómo ni cuándo, pero debo empezar otra vez, con otra gente, con otros aires.
Jerry, que parece adivinar mis pensamientos, escribe algo en una servilleta doblada. “Read it later” me ordena cuando termina. Se levanta y se despide con un abrazo. Mientras se aleja, lo llamo, con la intención de pedirle un teléfono o una dirección de e-mail para comunicarme con él en el futuro. Sin volverse, Jerry levanta la mano saludando, toma un ascensor y desaparece.
Desdoblo la servilleta que me ha entregado.

Oh, qué me importa
Adónde vayan
Las nubes del otoño.

Sé lo que quiere decir. Al menos eso creo. Enciendo un cigarro y salgo a la calle. El sol ha salido y lucha por quebrar las frías navajas de viento clavándoseme en los huesos. Me marcho con la idea de irme directo a la cama fija en la mente.

Friday, May 01, 2009

Historia epistolar de cómo mueren en Guatemala los libros de poemas sin haber nacido


01 de mayo: Sin respuesta


From:
Estuardo Castro (escastroc@hotmail.com)
Sent:
Fri 3/20/09 5:47 PM
To:
Julio Serrano (julioserech@gmail.com)

Que tal Julio, aquí escribiendote de nuevo como acordamos, a ver si ya tenes algo... Abrazón.

Date: Mon, 16 Mar 2009 15:51:58 -0600Subject: Re: Del libro de poemasFrom: julioserech@gmail.comTo: escastroc@hotmail.com

Estuardo, qué pena, te prometo que esta semana te doy mis impresiones de tu texto, lo estoy imprimiendo (otra vez!, traspapeleé una copia en mi maremotum de papeles en casa), podrías escribirme d enuevo el jueves?saludos

El 16 de marzo de 2009 15:49, Estuardo Castro <escastroc@hotmail.com> escribió:
Julio, cómo te va? Yo aquí otra vez con el tema del libro. A ver si al final se puede hacer algo con vos, como ya no recibí noticias tuyas. Bueno, contame qué onda. Saludos, Estuardo.

From: escastroc@hotmail.comTo: julioserech@gmail.comSubject: RE: Del libro de poemasDate: Mon, 16 Feb 2009 15:39:37 +0000
Que tal Julio. Vos, yo aquí otra vez chingandote con el tema del libro. Por allí me enteré que estas con el tema de los libros de Juan Pablo, de Alan y el tuyo, por lo que me imagino que estás bastante cargado. Pero me gustaría saber si has tenido chance de ver algo de lo que mandé o cómo ves la onda. Bueno onda, y espero no ser inoportuno. Saludos, Estuardo.

Date: Wed, 28 Jan 2009 12:39:45 -0600
Subject: Re: Del libro de poemasFrom: julioserech@gmail.comTo: escastroc@hotmail.comEstuardo, cómo vas, no he podido verlo, ya lo estoy imprimiendo dame unos días, el viernes te cuento ..saludos

El 28 de enero de 2009 11:50, Estuardo Castro <escastroc@hotmail.com> escribió:
Que onda Julio. Vos, aquí preguntando si tuviste chance de echarle un vistazo al libro. Orales, buena onda.

Date: Wed, 14 Jan 2009 11:51:31 -0600From: julioserech@gmail.comTo: escastroc@hotmail.comSubject: Re: Del libro de poemas
Buena onda Estuardoclaro, dejame leerlo para poder tener una visión más amplia y poder hablar alrespecto, dame una semana así arreglo unos asuntos y leo tumaterialun abrazo pues ,

El 14 de enero de 2009 11:43, Estuardo Castro <escastroc@hotmail.com> escribió:
Julio, ¿cómo te va mano? Vos, retomando lo que te hablé en Sophos hace como un mes, tengo el libro de poemas del que te comenté, a ver si se puede hacer algo a través de Libros Mínimos. Te adjunto el archivo para que le echés un ojazo cuando tengas un tiempo y me contas qué onda. Un abrazo, Estuardo.