La mañana siguiente la dediqué a construir una librera para la sala. Mis libros habían permanecido, desde que vivía allí, guardados en cajas de cartón. Después de haber tenido que vaciarlas todas para encontrar el libro que le presté a Lucía, me pareció lo más lógico construir una.
Para antes del medio día estaba ya terminada. Utilicé madera que me había sobrado al construir mi casa. Claro, no era nada lujosa, pero funcionaba. La coloqué en la sala, puse los libros que cupieron, y me quedé mirándola. Le caería muy bien una mano de barniz, pensé, se vería mejor. Antes de que viniera a mi casa Lucía, no me habría preocupado de hacerla más bonita, pensé también.
Después de comer, me acosté en una hamaca colgada entre dos árboles a leer la Biblia.
Para antes del medio día estaba ya terminada. Utilicé madera que me había sobrado al construir mi casa. Claro, no era nada lujosa, pero funcionaba. La coloqué en la sala, puse los libros que cupieron, y me quedé mirándola. Le caería muy bien una mano de barniz, pensé, se vería mejor. Antes de que viniera a mi casa Lucía, no me habría preocupado de hacerla más bonita, pensé también.
Después de comer, me acosté en una hamaca colgada entre dos árboles a leer la Biblia.
Entonces morará el lobo con el cordero, y el leopardo con el cabrito estará tumbado; y el ternero y el leoncillo pacerán juntos, y un muchachuelo podrá conducirlos.
Entonces el niño de pecho jugará junto al agujero del áspid, y hacia la caverna del basilisco extenderá su mano el destetado.
Cerré la Biblia sobre mi pecho, y permití que un suave sueño me invadiera.
Al despertar, decidí ir al pueblo por barniz para la librera.
Una vez en el pueblo, después de comprar una lata en la ferretería, me senté en la banca de siempre en la plaza y pasé el resto de la tarde allí.
Volví a casa cuando anochecía. Dediqué un par de horas, antes de cenar, a barnizar la librera. Al terminar, la coloqué afuera para que se secara.
Hacía mucho calor, así que me acosté en la hamaca con mi libro de Kung. Intenté leer, pero no conseguí concentrarme; mi mente estaba en otro lado, la imagen de Lucía fija en mí, su piel todavía presente en mi propio cuerpo. Me abrí el pantalón y, bajo el manto de la noche enredada en las ramas, iluminadas por la luna, del árbol sobre mí, me masturbé.
Ella no vino esa noche. Pero sí a la siguiente. Apareció a las nueve. Le dije que no podía verla, que tenía que levantarme demasiado temprano al otro día.
“Mañana estoy en turno por la mañana,” le dije, “vuelvo a eso de las cinco.”
Me sonrió sin convicción y dijo que sí, que si conseguía escaparse de casa, vendría a buscarme a esa hora.
Lo de Lucía sucedió por accidente.
Aunque tal vez sea demasiado difícil decir con exactitud qué sea accidente y qué no: el destino no es más que una serie de imprevistos. Y sin embargo, cuando vuelves la mirada hacia atrás, descubres que tu camino ha dibujado un todo, una figura armónica y milagrosa, que es imposible aceptar sea producto del azar.
Conocí a Lucía una tarde en un locutorio. Yo necesitaba hablar a Guatemala con un amigo que estaba ayudándome a conseguir trabajo allá. Como todas las cabinas estaban ocupadas, me senté a esperar. Lucía estaba sentada en la silla de la par, vestida de uniforme de escuela. Leía la Divina Comedia. Con disimulo me miró de arriba abajo. Yo llevaba puesto mi uniforme. Finalmente cerró su libro.
“¿Cómo hace para estar tan sucio?”, me preguntó a quemarropa. Yo me sentí un poco avergonzado, aunque después me hizo gracia su auténtica e ingenua curiosidad.
“Trabajo desatorando chimeneas en el alto horno,” le respondí. La respuesta la satisfizo, y volvió a su lectura.
“¿Te está gustando?” le pregunté señalando el libro.
“No mucho,” me respondió sin dejar de leer. “Es bien aburrido.”
“No tanto,” le dije. “Pasa que a veces necesitás saber otras cosas para que te resulte interesante.”
Me miró pensativa. “¿Cómo qué?,” preguntó al cabo y cerró el libro, dejando un dedo en medio para no perder la página.
“No sé… como… ¿te explicó tu maestro que el personaje de Beatriz está basado en el amor de la infancia de Dante, y que ella se murió antes que pudieran casarse?”
“Sí… creo… ¿y qué con eso?”, preguntó y me miró inquisitiva.
“Tal vez no deberías de darle tanta importancia ahora y pensar que es mejor volverlo a leer cuando seas mayor y podás entender más cosas.”
“Tengo casi dieciocho años,” me dijo ácida.
“Sólo estoy diciendo,” repliqué defendiéndome, “que tal vez te haga falta… “ Me interrumpí cuando se desocupó una de las cabinas. “¿No vas a entrar?” señalé.
“No, “me respondió. “Vengo aquí para leer, no para llamar.”
Me reí de su curiosa y ruidosa elección.
“Tenés razón,” le dije. “En el parque hay demasiado sol.”
Entré a la cabina y hablé con mi amigo. No hubo suerte con el trabajo: que lo llamara de nuevo la semana próxima para ver si aparecía algo, me dijo.
“¿Qué?”, me dijo Lucía cuando pasé frente a ella.
“¿Qué?”, pregunté extrañado y me volví arrancado de mis pensamientos.
“Me estaba diciendo que tal vez me haga falta algo para entender el libro. Quiero saber qué.”
“Sufrir un poco,” le respondí sonriente.
A la semana siguiente volví al locutorio. Lucía estaba allí otra vez, lo mismo que Dante. La saludé antes de entrar a una cabina disponible.
“Estuve pensando, y creo que tiene razón”, me dijo cuando me disponía a salir. “Pero entonces creo que voy a tener que esperar mucho tiempo, porque siempre soy yo la que termino rompiéndole el corazón a los niños.” Lo dijo con una delicada sonrisa en la boca, con cierto orgullo, pero sin malicia.
“No te preocupés,” le dije. “Vas a ver cómo sin que te des cuenta, vas a estar un día deseando seguir siendo vos la que rompe corazones y no al revés. Pasa, creéme,” agregué levantando las cejas, “pasa.”
Esa semana tampoco tuve suerte con el trabajo. Durante un mes completo, volví al locutorio cada semana, y cada semana encontré a Lucía sentada en el mismo sitio, con su falda de uniforme a cuadros y su blusa blanca. Y cada vez nuestras conversaciones se extendieron más. Para ser honesto, debo decir que desde el primer día que la vi pensé en ella sexualmente, pero simplemente nunca se me ocurrió pensar que mis fantasías llegarían a tocar la realidad.
“Me pidieron que hiciera un reporte sobre un libro que yo escoja,” me dijo una tarde. “Puede ser cualquiera, el que yo escoja. Y pensé que usted me podía recomendar alguno.”
“Sí, sí. Estoy pensando en uno que te puede gustar. Era mi favorito cuando tenía tu edad. Es un poco fuerte, pero… en fin, te lo busco y lo traigo la semana próxima.”
“No,” me dijo con determinación. “Yo voy por él a su casa el próximo viernes.”
Por un momento, no supe qué responder.
“No, mejor yo te lo traigo. Mi casa está lejos y….”
“Yo sé dónde vive,” dijo interrumpiéndome y dibujando un gesto impasible que no decía mucho. “No se preocupe, yo voy por él el viernes en la noche.”
“Bueno, si querés…” respondí inseguro. “Pero yo podría…”
“No, está bien, el viernes en la noche.”
No se me ocurrió preguntar cómo sabía dónde vivía yo. Sólo supe que era hija de Danilo mucho después, cuando ya era muy tarde. El día en que comí en casa de Danilo, sentado a su mesa junto a Lucía, fue uno de los peores días de mi vida.
El sol era fuerte al mediodía. Subí a mi hora de almuerzo a la cúspide de la chimenea. Mi mirada alcanzaba la carretera hacia la izquierda, y hacia el frente a la montaña.
Pensé en mis años en México. En el tiempo perdido creyendo en quimeras. Todas se habían quemado. Y yo con ellas. Los recuerdos ya no dolían, eran inanes como una mano removiendo la arena. No sé que es peor, pensé, si retorcerse del dolor o sentirse como un muerto al que ya nada conmueve; ser una larva o la caparazón de una crisálida.
Fijé la imagen de Mónica en mi mente, sentada en la mesa de mi departamento, con sus anteojos y el pelo recogido en cola, mientras yo le aseguraba que la revolución iba a cambiar el mundo. Entre mis palabras, como pájaros fogosos, se colaba sin embargo mi deseo. Acariciar su cara. Coger sus manos. No, pero si vas a ser sacerdote, me dijo Mónica. Sí, pero vos…, fue todo lo que pude responder. La besé y terminamos en la cama.
¿Y si hubiera alcanzado a completar la frase? ¿Qué habría dicho? Sí, pero vos… vos sos Dios mismo. No, tal vez vos me guiaste hasta Dios, o vos me enseñaste que aunque creía conocer a Dios, sólo ahora lo veo. Dios, en realidad, está en las ausencias. Habla en lo que falta, porque en lo presente, tan repleto como está de sí mismo, no se puede escuchar. Esto lo pensé algún tiempo después, ya cuando había abandonado mi intención de ser cura, cuando creía haber encontrado mi camino. Lo pensé una noche, mientras miraba a Mónica en la cama del hospital, con la carne pegada a los huesos, su hinchado estómago abultado bajo la sábana, cuando estuve seguro que se iba a morir. Ahora, en la ausencia, es cuando Dios me hablará, pensé. Y lo seguí pensando después de enterrarla, cuando empezaba a preguntarme qué hago con Mónica muerta, qué hago con nuestra hija muerta, qué hago con el aborto de una promesa de ser feliz.
Pero ahora hasta ese pensamiento se había difuminado. Ya nada ardía. Ya era difícil decir si estaba vivo o muerto. Curiosa la soledad. No existe. Es una ausencia. No tiene sabor. No tiene olor. Su gusto es siempre el tuyo, su aroma eres tú mismo. Al final, la soledad, lo mismo que todo lo demás, pensé, es un sueño.
Y ahora que me había acostumbrado a no creer que era posible algo distinto, aparecía esta pequeña cosa, delicada, morena, inocente, capaz de revivir en mí la esperanza de vivir de otra forma, sin limitarme a una existencia de fantasma, y a creer en que podía existir, otra vez, en alguien más. ¿Qué derecho tenía yo? Por Dios, si Lucía era una niña.
A pesar de todo, allá arriba, con las montañas bajo mis pies, sentado en el dedo alargado de esa horrible bestia, sin miedo por mí, me permití cerrar los ojos y creer que yo podía ser posible en Lucía.
Volví a casa esa tarde lleno de una vitalidad inusitada. Me duché, tomé un libro, claro, de Kung, y me senté en el sofá. Hacía tanto calor que no quise ponerme camisa.
Al poco rato llegó Lucía. No tocó. Abrió la puerta que dejé sin pasador y se quedó parada mirándome. Llevaba una mochila a la espalda. Me le acerqué y la ayudé a quitársela. La tiré sobre la mesa. Le acaricié la cara. Y el cuello. Metí la mano por el escote de su blusa y le acaricié un pecho. Le quité la blusa y la falda, hasta dejarla desnuda, sólo con sus calcetas blancas, zapatos negros y en la cabeza una diadema irisada. Ella no se movió, se quedó con las manos cruzadas al frente, su mirada en el suelo. La acaricié por un largo rato, sin apresurarme, más bien, hasta cansarme. Luego la llevé a la mesa del comedor. La hice inclinarse, recostada sobre el pecho, y la penetré por detrás, sin quitarme el pantalón.
Eyaculé fuera de ella, sobre su espalda. Nuestras respiraciones quedaron flotando en el aire, agitadas, mientras recuperábamos el resuello.
Me abroché el pantalón, la besé en el medio de los omóplatos, le di una nalgada cariñosa, y la ayudé a levantarse.
Caminos hasta el sofá, nos dejamos caer en él, y nos quedamos mirando al techo.
“Pensé que ayer te habías enojado”, me dijo. Había tomado mi mano entre las suyas y jugaba con ella mientras hablaba.
“No, cómo me voy a enojar… es que tenía que trabajar hoy.”
“Eso es tonto… si hubieras querido estar conmigo…”
“Tal vez sí,” le dije. “A veces soy un niño… más niño que vos.”
“Otra vez con eso de que soy una niña…” me soltó la mano con brusquedad y se cruzó de brazos, arrugando el entrecejo. “No soy una niña.”
“Está bien, se me olvida, no sos una niña, perdón.”
“¿Por qué lo hacés conmigo si creés que soy una niña?” continuó con voz grave, sin suavizar el gesto.
“Ya te dije que me equivoqué, no sos una niña… soy yo el que está viejo.”
Se rió y recostó la cabeza sobre mi pecho.
“Tampoco es cierto,” dijo con voz retozona. “Prefiero que digas eso a que digas que soy niña, pero tampoco es cierto.”
Al despertar, decidí ir al pueblo por barniz para la librera.
Una vez en el pueblo, después de comprar una lata en la ferretería, me senté en la banca de siempre en la plaza y pasé el resto de la tarde allí.
Volví a casa cuando anochecía. Dediqué un par de horas, antes de cenar, a barnizar la librera. Al terminar, la coloqué afuera para que se secara.
Hacía mucho calor, así que me acosté en la hamaca con mi libro de Kung. Intenté leer, pero no conseguí concentrarme; mi mente estaba en otro lado, la imagen de Lucía fija en mí, su piel todavía presente en mi propio cuerpo. Me abrí el pantalón y, bajo el manto de la noche enredada en las ramas, iluminadas por la luna, del árbol sobre mí, me masturbé.
Ella no vino esa noche. Pero sí a la siguiente. Apareció a las nueve. Le dije que no podía verla, que tenía que levantarme demasiado temprano al otro día.
“Mañana estoy en turno por la mañana,” le dije, “vuelvo a eso de las cinco.”
Me sonrió sin convicción y dijo que sí, que si conseguía escaparse de casa, vendría a buscarme a esa hora.
Lo de Lucía sucedió por accidente.
Aunque tal vez sea demasiado difícil decir con exactitud qué sea accidente y qué no: el destino no es más que una serie de imprevistos. Y sin embargo, cuando vuelves la mirada hacia atrás, descubres que tu camino ha dibujado un todo, una figura armónica y milagrosa, que es imposible aceptar sea producto del azar.
Conocí a Lucía una tarde en un locutorio. Yo necesitaba hablar a Guatemala con un amigo que estaba ayudándome a conseguir trabajo allá. Como todas las cabinas estaban ocupadas, me senté a esperar. Lucía estaba sentada en la silla de la par, vestida de uniforme de escuela. Leía la Divina Comedia. Con disimulo me miró de arriba abajo. Yo llevaba puesto mi uniforme. Finalmente cerró su libro.
“¿Cómo hace para estar tan sucio?”, me preguntó a quemarropa. Yo me sentí un poco avergonzado, aunque después me hizo gracia su auténtica e ingenua curiosidad.
“Trabajo desatorando chimeneas en el alto horno,” le respondí. La respuesta la satisfizo, y volvió a su lectura.
“¿Te está gustando?” le pregunté señalando el libro.
“No mucho,” me respondió sin dejar de leer. “Es bien aburrido.”
“No tanto,” le dije. “Pasa que a veces necesitás saber otras cosas para que te resulte interesante.”
Me miró pensativa. “¿Cómo qué?,” preguntó al cabo y cerró el libro, dejando un dedo en medio para no perder la página.
“No sé… como… ¿te explicó tu maestro que el personaje de Beatriz está basado en el amor de la infancia de Dante, y que ella se murió antes que pudieran casarse?”
“Sí… creo… ¿y qué con eso?”, preguntó y me miró inquisitiva.
“Tal vez no deberías de darle tanta importancia ahora y pensar que es mejor volverlo a leer cuando seas mayor y podás entender más cosas.”
“Tengo casi dieciocho años,” me dijo ácida.
“Sólo estoy diciendo,” repliqué defendiéndome, “que tal vez te haga falta… “ Me interrumpí cuando se desocupó una de las cabinas. “¿No vas a entrar?” señalé.
“No, “me respondió. “Vengo aquí para leer, no para llamar.”
Me reí de su curiosa y ruidosa elección.
“Tenés razón,” le dije. “En el parque hay demasiado sol.”
Entré a la cabina y hablé con mi amigo. No hubo suerte con el trabajo: que lo llamara de nuevo la semana próxima para ver si aparecía algo, me dijo.
“¿Qué?”, me dijo Lucía cuando pasé frente a ella.
“¿Qué?”, pregunté extrañado y me volví arrancado de mis pensamientos.
“Me estaba diciendo que tal vez me haga falta algo para entender el libro. Quiero saber qué.”
“Sufrir un poco,” le respondí sonriente.
A la semana siguiente volví al locutorio. Lucía estaba allí otra vez, lo mismo que Dante. La saludé antes de entrar a una cabina disponible.
“Estuve pensando, y creo que tiene razón”, me dijo cuando me disponía a salir. “Pero entonces creo que voy a tener que esperar mucho tiempo, porque siempre soy yo la que termino rompiéndole el corazón a los niños.” Lo dijo con una delicada sonrisa en la boca, con cierto orgullo, pero sin malicia.
“No te preocupés,” le dije. “Vas a ver cómo sin que te des cuenta, vas a estar un día deseando seguir siendo vos la que rompe corazones y no al revés. Pasa, creéme,” agregué levantando las cejas, “pasa.”
Esa semana tampoco tuve suerte con el trabajo. Durante un mes completo, volví al locutorio cada semana, y cada semana encontré a Lucía sentada en el mismo sitio, con su falda de uniforme a cuadros y su blusa blanca. Y cada vez nuestras conversaciones se extendieron más. Para ser honesto, debo decir que desde el primer día que la vi pensé en ella sexualmente, pero simplemente nunca se me ocurrió pensar que mis fantasías llegarían a tocar la realidad.
“Me pidieron que hiciera un reporte sobre un libro que yo escoja,” me dijo una tarde. “Puede ser cualquiera, el que yo escoja. Y pensé que usted me podía recomendar alguno.”
“Sí, sí. Estoy pensando en uno que te puede gustar. Era mi favorito cuando tenía tu edad. Es un poco fuerte, pero… en fin, te lo busco y lo traigo la semana próxima.”
“No,” me dijo con determinación. “Yo voy por él a su casa el próximo viernes.”
Por un momento, no supe qué responder.
“No, mejor yo te lo traigo. Mi casa está lejos y….”
“Yo sé dónde vive,” dijo interrumpiéndome y dibujando un gesto impasible que no decía mucho. “No se preocupe, yo voy por él el viernes en la noche.”
“Bueno, si querés…” respondí inseguro. “Pero yo podría…”
“No, está bien, el viernes en la noche.”
No se me ocurrió preguntar cómo sabía dónde vivía yo. Sólo supe que era hija de Danilo mucho después, cuando ya era muy tarde. El día en que comí en casa de Danilo, sentado a su mesa junto a Lucía, fue uno de los peores días de mi vida.
El sol era fuerte al mediodía. Subí a mi hora de almuerzo a la cúspide de la chimenea. Mi mirada alcanzaba la carretera hacia la izquierda, y hacia el frente a la montaña.
Pensé en mis años en México. En el tiempo perdido creyendo en quimeras. Todas se habían quemado. Y yo con ellas. Los recuerdos ya no dolían, eran inanes como una mano removiendo la arena. No sé que es peor, pensé, si retorcerse del dolor o sentirse como un muerto al que ya nada conmueve; ser una larva o la caparazón de una crisálida.
Fijé la imagen de Mónica en mi mente, sentada en la mesa de mi departamento, con sus anteojos y el pelo recogido en cola, mientras yo le aseguraba que la revolución iba a cambiar el mundo. Entre mis palabras, como pájaros fogosos, se colaba sin embargo mi deseo. Acariciar su cara. Coger sus manos. No, pero si vas a ser sacerdote, me dijo Mónica. Sí, pero vos…, fue todo lo que pude responder. La besé y terminamos en la cama.
¿Y si hubiera alcanzado a completar la frase? ¿Qué habría dicho? Sí, pero vos… vos sos Dios mismo. No, tal vez vos me guiaste hasta Dios, o vos me enseñaste que aunque creía conocer a Dios, sólo ahora lo veo. Dios, en realidad, está en las ausencias. Habla en lo que falta, porque en lo presente, tan repleto como está de sí mismo, no se puede escuchar. Esto lo pensé algún tiempo después, ya cuando había abandonado mi intención de ser cura, cuando creía haber encontrado mi camino. Lo pensé una noche, mientras miraba a Mónica en la cama del hospital, con la carne pegada a los huesos, su hinchado estómago abultado bajo la sábana, cuando estuve seguro que se iba a morir. Ahora, en la ausencia, es cuando Dios me hablará, pensé. Y lo seguí pensando después de enterrarla, cuando empezaba a preguntarme qué hago con Mónica muerta, qué hago con nuestra hija muerta, qué hago con el aborto de una promesa de ser feliz.
Pero ahora hasta ese pensamiento se había difuminado. Ya nada ardía. Ya era difícil decir si estaba vivo o muerto. Curiosa la soledad. No existe. Es una ausencia. No tiene sabor. No tiene olor. Su gusto es siempre el tuyo, su aroma eres tú mismo. Al final, la soledad, lo mismo que todo lo demás, pensé, es un sueño.
Y ahora que me había acostumbrado a no creer que era posible algo distinto, aparecía esta pequeña cosa, delicada, morena, inocente, capaz de revivir en mí la esperanza de vivir de otra forma, sin limitarme a una existencia de fantasma, y a creer en que podía existir, otra vez, en alguien más. ¿Qué derecho tenía yo? Por Dios, si Lucía era una niña.
A pesar de todo, allá arriba, con las montañas bajo mis pies, sentado en el dedo alargado de esa horrible bestia, sin miedo por mí, me permití cerrar los ojos y creer que yo podía ser posible en Lucía.
Volví a casa esa tarde lleno de una vitalidad inusitada. Me duché, tomé un libro, claro, de Kung, y me senté en el sofá. Hacía tanto calor que no quise ponerme camisa.
Al poco rato llegó Lucía. No tocó. Abrió la puerta que dejé sin pasador y se quedó parada mirándome. Llevaba una mochila a la espalda. Me le acerqué y la ayudé a quitársela. La tiré sobre la mesa. Le acaricié la cara. Y el cuello. Metí la mano por el escote de su blusa y le acaricié un pecho. Le quité la blusa y la falda, hasta dejarla desnuda, sólo con sus calcetas blancas, zapatos negros y en la cabeza una diadema irisada. Ella no se movió, se quedó con las manos cruzadas al frente, su mirada en el suelo. La acaricié por un largo rato, sin apresurarme, más bien, hasta cansarme. Luego la llevé a la mesa del comedor. La hice inclinarse, recostada sobre el pecho, y la penetré por detrás, sin quitarme el pantalón.
Eyaculé fuera de ella, sobre su espalda. Nuestras respiraciones quedaron flotando en el aire, agitadas, mientras recuperábamos el resuello.
Me abroché el pantalón, la besé en el medio de los omóplatos, le di una nalgada cariñosa, y la ayudé a levantarse.
Caminos hasta el sofá, nos dejamos caer en él, y nos quedamos mirando al techo.
“Pensé que ayer te habías enojado”, me dijo. Había tomado mi mano entre las suyas y jugaba con ella mientras hablaba.
“No, cómo me voy a enojar… es que tenía que trabajar hoy.”
“Eso es tonto… si hubieras querido estar conmigo…”
“Tal vez sí,” le dije. “A veces soy un niño… más niño que vos.”
“Otra vez con eso de que soy una niña…” me soltó la mano con brusquedad y se cruzó de brazos, arrugando el entrecejo. “No soy una niña.”
“Está bien, se me olvida, no sos una niña, perdón.”
“¿Por qué lo hacés conmigo si creés que soy una niña?” continuó con voz grave, sin suavizar el gesto.
“Ya te dije que me equivoqué, no sos una niña… soy yo el que está viejo.”
Se rió y recostó la cabeza sobre mi pecho.
“Tampoco es cierto,” dijo con voz retozona. “Prefiero que digas eso a que digas que soy niña, pero tampoco es cierto.”
1 comment:
A diferencia de lo que usted creía, no me decepcionó. Ya quiero la 3!!!
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