Saturday, September 05, 2009

Viajes de ego en la cúspide de la chimenea de un alto horno (Parte I de III)


Mis pies colgaban de la orilla de la chimenea. Arriba, una noche cerrada. Abajo, las luces de la planta de producción como luciérnagas. Escuché el ruido de los motores. Extrañamente, el silencio se me descubrió imponente bajo la capa de sonido de las máquinas.
Como una premonición.

O como una alucinación.
Las noches, desde allí, la parte más alta de la chimenea del horno, son un agujero en el tiempo. El alto horno nunca se detiene. Su vientre digiere todo, y arde.
Descendí por la escalera lateral. Encontré al supervisor en el primer descanso. No le gusta que tome mi tiempo de almuerzo para sentarme allá arriba. Pero yo soy un buen trabajador. Así que no le queda otra opción que permitírmelo. Después de todo, es un trato justo: no le doy problemas con el trabajo que me pide, y él no se mete conmigo.
Dijo que había una obstrucción en la chimenea tres. Cogí la herramienta que había dejado colgada en la branda del descanso, y descendí hasta el puente que permite cruzar a la otra chimenea.
Mi trabajo consiste en destaponar las chimeneas cuando se obstruyen. Soy una especie de deshollinador de la era industrial. Me coloco una máscara de oxígeno, lentes de policarbonato, casco de minero con lámpara de halógeno, guantes de cuero, botas con soportes de acero, y desciendo hacia la oscuridad. No a mucha gente le gustaría hacer lo que yo hago: es sucio, tienes que subir y bajar las escaleras decenas de veces al día, y además el confinamiento… bueno, no muchos soportarían trabajar cuatro horas en un espacio de medio metro de diámetro, sin más luz que la lámpara de tu casco, colgando de una cuerda de vida. Sin embargo, la paga no es mala. Además, aunque el trabajo físico es duro, me mantiene fuerte.
Tomé el trabajo hace dos años. Fue lo que pude encontrar al volver de México, en un aviso en el periódico. Al principio, pensé tomarlo sólo temporalmente, mientras aparecía algo mejor. Pero día tras día me convenzo que el interior de la chimenea tiene el particular olor de mi destino. Me he convertido en un hombre al que le cuesta trabajo reconocerse en el espejo, pero que se parece más a cierta imagen que guardo grabada en mi ser, de manera extraña, como una reminiscencia, como una sensación de lo que significa ser yo mismo. Mis manos de intelectual, para nada acostumbradas en otros tiempos a trabajos rudos, ahora lucen ajadas y maltratadas. Sin embargo, las veo y me siento orgulloso, como un veterano de guerra que santifica sus cicatrices.
Aunque para nada me he convertido en el hombre que había planeado ser. En mi adolescencia imaginaba que a los treinta y cinco años sería ya un catedrático universitario. Más tarde, creí que para entonces sería, si no parte del gobierno revolucionario, al menos un líder respetado. El hombre que soy hoy, lo soy no gracias a lo vivido, sino a los hombres en que no me convertí; a los hombres que en mí han ido muriendo sin haber sido; a los que han dado espacio a esa especie de premonición espectral en que siempre he sabido que me convertiría: si la vida tiene otros planes para mí, yo no reniego. Sólo el hombre, dice la Biblia, que marcha en busca de su destino con resolución, tiene derecho a él.

La mañana ya había empezado a calentar cuando volví a casa después de la jornada nocturna. Me preparé una taza de té, un pan con frijoles y, después de comer, me acosté a dormir.
Al principio encontraba difícil conciliar el sueño de día, después de un turno de noche. Pero ya estoy acostumbrado. Ahora es durante la noche cuando se me hace difícil dormir.
Me levanté poco antes del medio día. Preparé arroz y ejotes para el almuerzo. Usualmente aprovecho la tarde, antes de ir al trabajo, para ordenar un poco la casa o lavar la ropa. En una ocasión lo comenté con mis compañeros de trabajo. Les pareció una broma. Se rieron de mí. Ellos piensan que debería conseguirme una esposa.
Decidí caminar hasta la plaza central de Sinera. Desde mi casa, es una caminata de unos veinte minutos. Vivo alejado de la gente, en un lugar que construí yo mismo. Está detrás de una colina. No hay carretera para llegar hasta allí. Por eso, cuando bajo al pueblo, la gente me mira con recelo. No soy un hombre de muchas palabras. Ni de muchos amigos.
Al llegar a la plaza, me senté en una banca. El sol quemaba fuerte. Una gorra roja, que me había regalado uno de los proveedores de lanzas para desatorar chimeneas, me protegía la cara.
Observar a la gente afanada, desgastada por una vida que les pesa toneladas, me hizo sentirme ligero. Vanidad de vanidades, dijo el Predicador; vanidad de vanidades y todo vanidad. ¿Qué saca el hombre de todo el trabajo con que se afana sobre la tierra, o debajo de la capa del sol?
La campanilla de una carreta de helados tintineó, jadeante bajo el pesado calor. Dos borrachos conversaban sentados en las gradas del atrio de la iglesia. El rostro de uno de ellos, raspones con costras por todos lados, hinchado por el alcohol, me recordó a un higo podrido a punto de estallar.
Mi mirada siguió a una niña que, vestida de uniforme, había cruzado frente a mí. Luego me fijé en una señora que con dificultad cargaba una bolsa de arpillera, repleta con las compras del mercado. Hasta que tanta gente y movimiento me produjo modorra. Me levanté y caminé hasta la hamburguesería de Danilo, a dos calles de la plaza.
Qué hay, me dijo Danilo al verme, mientras raspaba con una espátula la parrilla para freír. Todo bien maestro, le respondí, y vos, cómo andás.
A Danilo lo conocí porque sus hamburguesas son la única comida decente en este pueblo. Por más de un año cené todas las noches en la hamburguesería, pues antes de construir mi casa, yo vivía en un cuarto que le alquilaba a una vieja a pocas calles de la plaza central. En un tiempo suficientemente largo, todas las personas son capaces de demostrar que hay bondad en sus corazones. Y Danilo eventualmente me tomó cariño, y yo a él. Incluso ha llegado invitarme a comer en su casa, con su familia.
Que el hijo de puta del dueño del local no ha arreglado la filtración de agua en la pared, y que la pintura se está cayendo, y que él no tiene para mandar a pintar otra vez, además, que lo pague él, si es su culpa que la pintura se haya arruinado, si tiene menos de un año, me dijo Danilo. Mejor dame un licuado de papaya, le respondí. ¿Cómo están Amarilis y las niñas? El estómago me dio un vuelco al pronunciar la palabra niñas.
No escuché lo que respondió. Mejor dame una cerveza.
En la radio pasaban un partido de semifinales de la liga de campeones de Europa: Barsa contra Chelsea.
El sol había empezado a caer.
No hay nadie capaz de expresar cuánto aburren todas las cosas; nadie ve ni oye lo suficiente como para quedar satisfecho. Nada habrá que antes no haya habido; nada se hará que antes no se haya hecho. ¡Nada hay nuevo en este mundo!
No me gusta el fútbol. Pero me gusta escuchar las explicaciones de Danilo. Es un fanático del Barsa. Puede hablar por horas acerca las estrategias. Como parece que hablara no de futbol sino de teología, y con una lógica impecable, después de escucharlo hablar de por qué Cruyff debería cambiar a una formación 4-4-2, le dije que debería escribir un libro que se llamara “Meta-Ta- Ballsyka, o Danilo, el filósofo del balón.” Comprendió la mitad de la broma, y me sonrió orgulloso.
De camino de regreso a casa, llevaba el cielo arrebolado frente a mí. La tarde había refrescado. La gente que me cruzaba a la orilla de la carretera se movía a un ritmo que recordaba a una caja de música al final de su cuerda.
Al llegar a casa me serví un ron con coca cola y me senté en la mesa del comedor con un libro de Hans Kung. Cuando me cansé de leer, dejé el libro sobre la mesa y me serví otro ron. Abrí la puerta y recosté un hombro sobre el marco. Escuché a los grillos. Mi mirada se perdía en la oscuridad; la noche era cerrada ya. Escuché al viento sacudir los árboles y empecé a impacientarme. Pero no quería admitirlo. Qué me importaba a mí si ella venía o no.
Volví a entrar. Me senté en el sofá y encendí la tele. Las noticias hablaban de los cargos de corrupción contra el ex presidente de Guatemala: habían probado que había hecho traslados de fondos del estado a sus cuentas personales. Cambié de canal. Ponían el Chavo del ocho. Don Ramón estaba contándole al Chavo la historia de cuando era boxeador. Me reí sonoramente. Me encanta ese episodio.
Al terminar pusieron el noticiero. Apagué la tele. Me quedé mirando al techo, recalcitrante en la idea de que la soledad no existe más que cuando creemos en el fantasma de la ausencia.
Me quedé dormido.
Algún tiempo después me despertaron golpes en la puerta. No podía ser nadie más. Me levanté y caminé hasta la puerta.
“Pasá,” le dije aún medio dormido.
Caminé hasta el sofá, frotándome los ojos para espabilarme. Ella me siguió, y cuando me dejé caer en el sofá, se quedó de pie junto al televisor.
“Yo sé que no es nada lujoso,” le dije, “pero está limpio.” Pasé la mano sobre el plástico verde del asiento para demostrarle que no guardaba polvo.
Sus ojos grandes, un poco alargados, como los de un comic japonés, me miraron tímidos.
“Pensé que ya no ibas a venir,” le dije.
“Es que mis papás se quedaron hasta tarde en la casa de mi tío,” me respondió como regañada, con las manos cruzadas al frente de su vestido. “Y tenía que esperar que se durmieran.”
“No importa,” le dije tomándola con suavidad de la mano, “lo importante es que viniste.” Tiré de su brazo y la hice sentarse junto a mí.
“Encontré el libro,” agregué estirándome para tomar de sobre el televisor el libro que había prometido prestarle.
Lo tomó con ambas manos, miró la portada, lo colocó sobre sus piernas y me dijo gracias, con evidente timidez.
“¿Querés tomar algo?” le pregunté por ver si eso la relajaba, aunque olvidé que por su edad, seguramente todavía no tenía la costumbre de beber.
“No, gracias,” me respondió, sin apartar las manos ni los ojos del libro.
“Voy al baño,” le dije. Ahora yo estaba tenso. No sabía cómo actuar.
Cuando volví, ella tenía en las manos una fotografía que había tomado de sobre el televisor.
“¿Quiénes son?” me preguntó.
“Amigos de México,” le respondí.
Fui hasta la mesa para servirme otro trago.
“¿De cuando estuvo estudiando filosofía?”
“Sí, de cuando estuve estudiando filosofía.” Me bebí medio vaso de un trago.
“Ya.”
Sus ojos volvieron a examinar la fotografía.
“¿Sus amigos eran también estudiantes?”
“Sí, también.”
“Pues hay unos muy mayores para ser estudiantes.”
“No, es que no todos eran estudiantes.”
“Ah.”
Me quedé en silencio, sin intención de explicar la incongruencia.
“¿Usted es el de la derecha, el de la barba sin recortar?”
Me acerqué y le quité la foto. Ella señaló con el dedo a un tipo de anteojos, con el pelo desarreglado y un poncho mexicano.
“Sí, soy yo,” le dije devolviéndole la fotografía. “Y no soy usted, soy tú, ya te dije que me tratés de tú.”
Hubo silencio.
Me miró con recato, pero como pidiendo más explicaciones.
“La verdad es que no todos eran estudiantes de filosofía, porque eso no fue lo único que estuve haciendo en México,” le dije.
“Ah.”
“Creo que puedo contártelo, sin miedo a que se lo digás a nadie, ¿verdad?”
Se encogió de hombros y pronunció un tímido sí.
“¿Verdad?” repetí desafiante.
Negó con la cabeza, arqueando las cejas, con la expresión de un conejo encandilado. “No, le prometo que no le voy a decir a nadie.”
“Pero tampoco te asustés,” le dije casi riendo, llevándome el vaso a la boca. “Si tampoco es para tanto.” Terminé de beber y me sequé los labios con el dorso de la mano.
“Me fui de Guatemala,” continué, “porque me iban a matar. Me agarraron un día cuando salía de la universidad. Entre dos tipos me agarraron por la espalda y me pegaron con un tubo de hierro. Me dijeron que a la próxima me mataban.”
“¿Por qué?”
“Pues porque estaba metido con un grupo de izquierda.” Bebí de mi vaso, olvidando que ya estaba vacío. Lo coloqué sobre el televisor al darme cuenta.
“O sea que estaba con la guerrilla.”
“Sí, de alguna forma, sí.”
“¿Y eran del ejército los que le pe… los que te pegaron?”
“No, de la policía, que es lo mismo…. pero en la ciudad.”
“Pues mi papá dice que el ejército vino una vez aquí a Sinera. Agarraron a dos hombres que decían que estaban con la guerrilla. Mi papá los conocía de cuando eran niños. Él dice que no era verdad. Pero se los llevaron igual y ya nunca los devolvieron.”
“Pues sí… yo tuve suerte.”
Lucía miró nuevamente la foto y se sonrió.
“Me gustás más sin los anteojos… y sin la barba… y sin tanto pelo.”
Me miró a los ojos con la anchura de un desierto. Por Dios que me sentí más niño que ella.
Sus ojos volvieron a posarse sobre la foto. Luego, lentamente, volvieron a los míos.
Moví mi mano para quitarle la foto. Disimuladamente. Tímidamente. Lo que quería en realidad era cogerle las manos. Lo hice, y las atraje a mi boca. Dejé la foto sobre el sofá y le besé los dedos. Por Dios que me sentí como un niño. Aunque la verdad es que también me sentí humillado, avergonzado de mi estado, de contrastar mi suciedad con su inocencia. Y así me sentí mientras la desvestía, mientras la penetraba, mientras me volvía a vestir y mientras la despedía antes del amanecer, y la miraba desaparecer por el camino de regreso a Sinera.

2 comments:

Lorena Torres said...

Nice! y lo mejor de todo es que ya está publicando mas a menudo!! Que alegre!

Daniela said...

Me ha encantado, quiero leer las otras dos partes, gracias por publicarlo, por permitir que lo leamos. Te deje mensaje al cel. Un abrazo!