Un bar sin gente puede ser algo muy triste. Te da en la cara con el vacío que deja la alegría cuando se va.
A las once y media me rindo, seguro de que nadie más vendrá. Es jueves. Eso lo hace más difícil.
Se me ocurre que si Darío apareciera, le regalaría un trago. Pero no creo que venga. Fui demasiado duro con él la semana pasada. Pasa que él no es capaz de entender que también yo paso por un mal rato. Después de tantos años haciéndome de la vista gorda con sus cuentas, decido cobrarle un mes lo que debe, sin perdonarle ni una cerveza, y me sale con que ya no soy su amigo. Yo no puedo hacer otra cosa, necesito el dinero.
Hoy jugaron los Mets y ganaron. Lo malo es que no pude ver el final del juego. Dos chicos argentinos se sentaron a la barra y me pidieron que pusiera el futbol. Jugaba el Boca y el Cruzeiro las eliminatorias de la copa Libertadores. Tuve que complacerlos. Me gusta el Boca, pero habría preferido ver el beisbol. Ganó el Cruzeiro dos a cero. Los porteños se enojaron tanto que dejaron las cervezas sin terminar y se fueron.
Cierro, decidido a irme directo a la cama. Me siento dentro del carro y lo enciendo, pero no consigo marcharme. La sola idea de abrir la puerta de mi departamento y no saber qué hacer una vez dentro, me convence de ir por un whisky. Bajo del carro y camino sin rumbo fijo, por las calles bordeadas por discotecas y hoteles en la zona diez. Chicos vestidos de fiesta hacen cola fuera de los locales. Algunas chicas visten minifaldas, a pesar del frío.
Sin darme cuenta llego a una calle conocida. Recuerdo que dos cuadras más adelante está el Shakespeare´s Pub y decido ir para ahí.
Desciendo por una escalera de piedra que conduce a un piso bajo el nivel de la calle. Hace muchos años que no entro a ese lugar. Luce exactamente igual a como lo recuerdo: la luz lúgubre; las canciones de Garth Brooks a un volumen casi inaudible; los extranjeros usuales alrededor de la barra enclavada en el centro del local.
Pido un Jack Daniels con agua y enciendo un Marlboro.
La dueña del Pub, una inglesa de unos sesenta años, conversa plácidamente con dos de sus clientes. Yo la he visto durante años, siempre igual, bebiendo una cerveza, fumándose un cigarro. No atiende, tiene un par de chicas que lo hacen por ella. Pero ella está siempre aquí, bebiendo, fumando, conversando.
Marc Mcwire será retirado del salón de la fama por comprobársele cargos de dopaje. Lo veo en la tele y me causa mucha gracia. Como si no lo supiéramos desde hace años. Qué diferencia hace. Antes escupían las pelotas. Ahora se pican con hipodérmica.
Dos bancos hacia mi derecha, un tipo gordo de lentes, me sonríe.
“Met fan?”, me dice, señalando mi gorra azul con el escudo naranja.
“Yep” le respondo en mi inglés americanizado.
“That´s wrong” continúa diciendo, “I´m a yank,” confiesa con una sonrisa bonachona. “But that´s alright, at least you´re a New Yorker”.
“Guess I am” le digo, sin mucho ánimo de trabar conversación. Volvemos a nuestros propios silencios.
En la tele, el noticiero deportivo muestra las imágenes del partido que el Madrid perdió esta tarde contra el Valladolid.
“Makes you happy?” me pregunta el otra vez el gordo americano. Antes de responder, le doy una chupada a mi cigarro.
“Guess it does”.
Me dice que me apuesta cualquier cosa a que le voy al Barsa. No le pregunto cómo lo sabe, pero él continúa diciendo que también sabe que le voy al Boca. Y al Municipal. Finalmente cedo y le pregunto cuál es el truco. Ninguno, responde: you look like an anti-status quo guy, that´s all.
Tiene sentido, le digo. Le pregunto si me delató mi pelo desaliñado, la barba de tres días y el arete en la oreja. Guess it did, me responde. Me río. Además, agrega, te apuesto cualquier cosa a que eres el menor de dos hermanos. Le respondo que sí, impresionado. ¿Cómo lo sabe? Dice tener una teoría sobre los hermanos. ¿Cuál? Prefiere no decir. Yo insisto. “Tell you later, if we get around to it”, apuntilla, ajustándose los gruesos anteojos de ancho marco negro.
Me conformo. Pero a cambio le pido me cuente por qué conoce de equipos de futbol soccer; no es lo que uno esperaría de un típico norteamericano. Me explica que es un representante legal de la Nell Helicopters en Latinoamérica. Vive en Nueva York, pero pasa la mayor parte de su tiempo viajando por el continente, litigando con clientes por problemas con las garantías, por cobros, por accidentes, usos ilegales de las naves, negociaciones con los gobiernos o cualquier otra cosa que requiera de un abogado.
Está en Guatemala por la investigación de un helicóptero que había caído, según las declaraciones de la policía, por averías de fábrica en la hélice. En él viajaba un ministro, un comerciante dueño del aparato, y el piloto. Los tres habían muerto. El había propuesto traer a un técnico de Texas especializado en ese tipo de accidentes; no podía admitir que la compañía cargara con la responsabilidad de haber producido un helicóptero defectuoso. Pero la policía se había negado. Cambiaron inmediatamente la declaración, aduciendo ahora que el accidente se debía a un error del piloto. Era obvio que se trataba de algo turbio. Como para la compañía el problema quedaba resuelto con eso, se marcharía al día siguiente.
“And your name probably is Mr. Status Quo”, le digo en broma. Afortunadamente para mí, lo toma así y se ríe. Le digo que luce más como un profesor universitario o un escritor que como un abogado.
“You´re right, I´m a poet too”, confiesa ufano. “One that doesn´t despise money, not a poet maldit maybe, but a poet none the less”, agrega, acariciándose la barba
No me atrevo a pedirle que me muestre un poema suyo. No comprendo de qué va el tipo y me provoca desconfianza.
Me pregunta por mi poeta preferido. Le digo que no sé, que no conozco nada de poesía.
“In Viena there´s ten pretty women, a shoulder where death comes to cry… ¿no?, ¿doesn´t ring a bell?”
Confieso que no, que nunca lo he oído.
Le doy el último trago a mi whisky y me dispongo a pagar. El americano me lo impide colocando su mano sobre mi brazo, y ordenando dos nuevas bebidas.
“I´m Jerry”, me dice sonriente, y me tiende apacible su mano.
“I´m Daniel”, le respondo acentuando la pronunciación en español de mi nombre, y le estrecho de regreso la mano, con recobrada confianza.
“So, what about you, what do you do for a living?”, me pregunta después de darle un lento trago a su cerveza.
Le digo que soy dueño de un bar. Jerry encuentra gracioso y poco verosímil que, siendo dueño de un bar, me encuentre bebiendo en otro. Le explico que el negocio no va muy bien y que, cansado de esperar que apareciera algún cliente, esa noche había decidido cerrar temprano. Y entonces, de un tirón, le cuento a ese gringo, casi un completo extraño, la historia de cómo, después de separarme de Masha, le había comprado su mitad del bar y ella, además de irse con mi dinero, se había llevado la mitad de la clientela y a casi todos nuestros amigos.
“And the worst part is I still miss her,” admito sin el menor pudor.
“Well, I guess I can help you about that” me dice. Se levanta y coloca un billete de cincuenta dólares sobre la barra. “Come on, we´ll cheer you up in no time.”
Lo sigo sin preguntar nada. De pie es mucho más alto de lo que imaginaba. Subimos las escaleras hacia la calle y me indica que lo siga a un estacionamiento.
Jerry dice que ha tenido que encontrar formas de entretenerse, estando tanto tiempo fuera de casa. ¿Está casado? No, nunca lo ha estado. Espero en vano una explicación que no obtengo. Subimos a su carro, un pequeño Ford Escort de alquiler. Le pregunto a dónde me lleva. Me dice que no debo preocuparme; me asegura que me la pasaré bien. Pregunto por preguntar. Ya sé a dónde vamos. No es mi tipo de lugar, pero tampoco me molesta la idea.
Llegamos en pocos minutos a una casa en la zona 9, a un par de kilómetros del Pub. Dentro, a alto volumen, suena November rain, de Guns ´N Roses, mientras una morena baila tomada del tubo del escenario, vistiendo sólo una especie de cortísimo short de brillante plástico negro.
Nos sentamos en una mesa hacia el fondo, a un costado del escenario. Ambos ordenamos cerveza. Jerry enciende un habano y me ofrece otro que acepto agradecido. Se acomoda en el sofá de tela roja y sonríe, aprobando con la cabeza, ante el espectáculo. La canción, después de un suspenso en el que parece a punto de finalizar, empieza a subir en crescendo. Cuando explota, la chica al fin se desnuda completamente y baila, con movimientos cuasi gimnásticos, abriéndose de piernas en el suelo, una atrás y una adelante o una a cada costado, o moviendo el culo espasmódicamente. Jerry y yo aplaudimos emocionados.
“She´s great!”, me dice Jerry, golpeándome con el codo, al terminar la canción. Estoy de acuerdo. Sonrío complacido, mientras observo a la chica recoger su ropa y subir desnuda por las escaleras.
Por un momento me parece estar invadido, en un buen sentido, por la vida de Jerry. Se le ve feliz. Miro su amplia sonrisa bonachona. Me recuerda a alguien, pero no logro adivinar a quién. Y mientras tengo esa sensación de vivir, aunque sea superficialmente, una viñeta de su vida, le envidio, lo que me parece una libertad sin compromisos.
Unos minutos más tarde sube al escenario una chica vestida de niña, con altas medias blancas y moños en el pelo. Jerry bebe de su cerveza, sin borrar por un solo momento la sonrisa de su cara. Yo me sumo en una contemplación taciturna.
Notando que estoy entrando en un estado de ánimo contrario al que él tenía pensado, Jerry se pone de pie y me pide que lo siga. Caminamos por entre chicas que, esperando nuevos clientes o probablemente su turno al tubo, fuman y platican entre ellas. Nos detenemos en medio del grupo y Jerry me pregunta cuál me gusta. Las chicas interrumpen su plática y nos lanzan miradas indefinidas. No puedo evitar sentirme incómodo. Buscando disimular mi timidez, hago señas a un mesero que pasa cerca, para que le sirva un trago a una chica con rasgos orientales que me ha gustado. Jerry pide otro para una mulata que le ha gustado a él.
Nos sentamos los cuatro en una mesa redonda, en una butaca larga que la rodea en media luna.
Para mi sorpresa, en un español bastante aceptable, Jerry le dice a la mulata que quería repetir con ella lo que habían hecho la noche anterior. No se me había ocurrido pensar que, teniendo que hacer negocios en Latinoamérica, debía hablar español. Yo permanezco en silencio mientras la chica oriental me acaricia el pecho, mirándome con ojos pícaros.
“¿Cómo te llamas?” me dice.
“Daniel” le digo lacónico y vuelvo a mi pose desinteresada.
La mulata y Jerry se ríen ruidosamente. Luego ella le dice a mi chica algo al oído y ambas sueltan risitas disimuladas. Le pregunto a la chica oriental qué le ha dicho la mulata. Duda por un instante, y luego me dice que Jerry ha dicho que si no puedo con ella, él puede llevárselas a ambas a una habitación. Arrugo el gesto y me encojo de hombros.
“¿Y? ¿Es cierto? ¿No te gusto?” me pregunta ella.
“¿Que si me gustás? Me gustás mucho. Vení” le digo tirando de su mano, “te voy a enseñar.”
Subimos las escaleras hacia un segundo piso. La chica llama a un tipo de corbatín y le da indicaciones. El hombre me hace saber que debo pagar el servicio por adelantado. Le entrego mi tarjeta de crédito. Se dirige a una ventanilla hacia el fondo del vestíbulo y vuelve con un comprobante. Lo firmo y él me señala una puerta en un corredor hacia la derecha.
El cuarto está bastante limpio. Parece nuevo y hasta tiene un televisor, empotrado en la pared, como en los hospitales. Me siento a la orilla de la cama. La chica inmediatamente se sienta sobre mis piernas y empieza a besarme el cuello.
“No me dijiste tu nombre” le digo.
“Tatiana”.
“¿Es tu nombre verdadero?”
“Tatiana” repite como si no hubiera comprendido la pregunta, mientras me saca la camisa del pantalón.
Nos acariciamos un rato. Su piel es suave y su pelo tiene un agradable olor a champú. Me tira sobre la cama y me quita los calzoncillos. Le digo que prefiero no coger, pero que una mamada me vendría muy bien. Ella sonríe fríamente, sin responder, y me besa el abdomen.
Cuando termina le pregunto cuánto tiempo nos sobra. Casi media hora, responde. Le pido que nos quedemos allí, hasta que se acabe el tiempo. Está bien por ella. Intenta levantarse, pero yo se lo impido. Saco una cajetilla de Marlboro y le ofrezco un cigarro. Los encendemos y fumamos acostados, en silencio, ella recostando su cabeza sobre mi brazo extendido.
Salimos del cuarto, al cabo. Tatiana se despide de mí; dice que debe atender a más clientes. Le pido que no se vaya todavía, que se tome un último trago conmigo. Accede y nos sentamos en la mesa donde habíamos estado antes. Jerry ya no está ahí. Me pregunto si se habrá marchado. Veo el reloj: son casi las cinco de la mañana.
Antes de que alcancemos terminar nuestras bebidas, Jerry aparece desciende por las escaleras acompañado por la mulata. Me dice que es hora de irnos. Agrega que la noche le ha despertado un hambre descomunal. Nos despedimos de las chicas cariñosamente, antes de salir de la casa.
Una vez en el carro, Jerry propone desayunar en su hotel. The Greateful Dead canta Blue Stella en el estéreo. A las diez debe tomar su vuelo a Nueva York, me dice.
En el restaurante del hotel, las luces están apagadas. Jerry se dirige a un muchacho en la recepción y pregunta si es posible conseguir algo de comer. El muchacho duda, entra a una pequeña oficina detrás del escritorio y al salir nos dice que no hay problema, que nos servirán en un momento. Nos conduce hasta el restaurante, enciende las luces y nos sienta a una mesa hacia el centro.
Tras una corta espera, aparece un mesero. Pedimos huevos fritos con tocino para ambos, fruta, avena y jugo de naranja. Mientras comemos, Jerry dice que ha cumplido su promesa: se me ve contento. Dice la verdad. Me siento tranquilo. Pero inevitablemente mi mente vuelve a la idea de abrir el bar esa noche y la noche siguiente, y de saber, sin querer comprender, que ya nada será igual. El corazón se me hunde. La decisión se me aparece clara y distinta: debo cerrar. Debo cerrar y empezar de nuevo. No sé cómo ni cuándo, pero debo empezar otra vez, con otra gente, con otros aires.
Jerry, que parece adivinar mis pensamientos, escribe algo en una servilleta doblada. “Read it later” me ordena cuando termina. Se levanta y se despide con un abrazo. Mientras se aleja, lo llamo, con la intención de pedirle un teléfono o una dirección de e-mail para comunicarme con él en el futuro. Sin volverse, Jerry levanta la mano saludando, toma un ascensor y desaparece.
Desdoblo la servilleta que me ha entregado.
Oh, qué me importa
Adónde vayan
Las nubes del otoño.
Sé lo que quiere decir. Al menos eso creo. Enciendo un cigarro y salgo a la calle. El sol ha salido y lucha por quebrar las frías navajas de viento clavándoseme en los huesos. Me marcho con la idea de irme directo a la cama fija en la mente.
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2 comments:
Te dije alguna vez cuanto me gusta leerte? tenés esa capacidad de transportar, sos muy elocuente al escribir, eso me agradó siempre y me sigue agradando.
Un abrazo apretado para vos.
Daniela.
Gracias Dani. Primero por los comentarios. Luego por leerme. Mi única lectora, no? LOL.
Un abrazo de vuelta.
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