Wednesday, September 01, 2004

Adaptación.

Adaptación. Supervivencia. Discurre la existencia para nosotros los humanos con una dificultad desconocida para el resto de los seres de nuestro planeta. Nos lo cuentan las Escrituras, de como Adán y Eva comieron del árbol del conocimiento y nos relegaron a una vida en la que debemos proveer para nuestra subsistencia. Es una forma de explicarnos como el hombre dejó de ser hijo de la naturaleza y se asemejó un poco a Dios con el pensamiento, quedando en el paso intermedio entre uno y otro, presa del espíritu que sueña ávidamente con el escape del cuerpo carnal. Desde entonces debemos responder inexorablemente a esas dos realidades que nos enredan y confunden, y que nos obligan a adaptarnos, a sobrevivirnos.
En la tradición de este conflicto, la humanidad ha evolucionado entre principios antagónicos, del racional contra el piadoso, del humanismo contra el nihilismo, del idealismo contra el pragmatismo, del socialismo contra el capitalismo y en esencia, de lo terrenal contra lo divino. La tendencia en cualquier caso es satisfacer las necesidades básicas de subsistencia y seguir el camino del progreso, de la victoria del hombre sobre la naturaleza. Pero en los linderos de esta senda han existido siempre algunos hombres a los que el progreso les parece un tanto sórdido, un poco ilusorio y tal vez demasiado insidioso. Cuestionan cada paso que ha llevado a nuestra existencia a ser lo que es. Para ellos, las leyes deben ser cuestionadas y escritas con su propia mano antes de ser válidas. Son pecadores y viciosos, bohemios o simplemente rebeldes, espíritus en busca de liberación, dispuestos a buscarla en lo sucio y en lo mórbido del mundo.
La historia de la humanidad está escrita por esos hombres que nos cuentan de su escapada, dejando a su paso hitos con los que se pueda seguir su rastro y que han apasionado a los filósofos, literatos y religiosos a través de los siglos (y a la sicología en el anterior). Es una historia ingente que a mí, como a millones, me absorbe, me anonada y embelesa. A veces me parece distinguirla claramente, mientras otras me resulta insondable. Resuena en Fausto y en La Náusea, en Trópico de Capricornio y en Siddartha con un grito lejano de salvación. Pero más cerca, en mi familia y amigos, resuena casi siempre triste; porque son pocos los que logran encontrarla. Son demasiados los que se dejan ahogar. Digo que se dejan ahogar porque son escasos los que siquiera llegan a desesperar y a luchar por liberarse. A veces hasta la religión y el amor no son nada más que consuelo, una salida de emergencia que no implica liberación, pues no pueden salvar a nadie que no tenga la clave dentro de sí mismo. “La verdadera sabiduría y las verdaderas posibilidades de salvación no pueden aprenderse ni enseñarse; son únicamente para aquellos que están a punto de ahogarse.” escribió Hesse. Y es que la mayoría vive aferrada a un salvavidas que no los deja hundirse en el torbellino de las emociones y finalmente lograr vencer, o sucumbir. Quizá sea preferible dejarse arrastrar, seguir esa corriente que predice nuestra destrucción, porque solo allí puede encontrarse la respuesta. Mantenerse a flote me parece menos digno que dejarse arrollar por el oscurantismo que habita en nosotros.
Los opuestos se generan mutuamente, el principio tiene que suceder a un fin, la muerte a la vida y de igual manera la salvación, entendida como el camino hacia la libertad y en contraposición con la tristeza de la vida, no puede salir de otro lugar que de la perdición misma. Los individuos que se enfrentan a esa barrera opuesta a sus valores en cuanto a forma, si no se pierden irremediablemente, encuentran al final una fortaleza en sí mismos que hubiera sido imposible obtener por otros medios. Al ceder ante sus impulsos han logrado nacer desde su ocaso y descubrir que toda medida de sus acciones se encuentra en ellos. Este es el principio del individualismo cristiano, según el cual Jesús estableció que el hombre debía ser superior a las leyes, las cuales existían para él y no al contrario. Principio que se extiende parafraseado en el Tao o el Zen, por ejemplo, filosofías a las que aludo tan solo para evitar que de mí se tenga una idea demasiado cristiana.
El hombre dañino y maligno (si es que cabe la expresión) es aquél incapaz de enfrentarse a sus demonios, ponerlos al descubierto y superarlos. Ese es para mí el enemigo, el que hace del bien un fin en sí mismo.


THE URGE por Estuardo Castro
Las colinas de seda destilaban lozanía de su agua vital,
Tulipanes crecían donde los sueños en racimos brotaban.

Tulipán soberbio robaba un atisbo de princesa,
Fantasma, reflejo de sus ojos veleidad.
Bucólicos versos de sus hojas, sus pétalos,
Supuraban mezclados con sangre azul real.

Acaso la prímula con mefítico hedor
Apagó el dulce aroma invernal,
Dejando dormir a un prurito cansino
Bajo una límpida manta de chinches.

Pero la noche vaginal con fragor de tormenta se abrió,
Las corrientes rasgaron en jirones la seda,
Arrancado de cuajo tulipanes y sueños,
Y ahogando en su cauce a un puñado de cuervos.

Se abrieron las grietas, mostrando el subsuelo
Y un río de miasma corrió con el légamo.
Bailaron los sapos regodeándose impávidos,
En contra tiempo danzando el fétido compás.

Las tormentas pasaron, y la primavera y el oro,
La corriente sangrienta dimanaba del fondo.
El agua y el río, en la tormenta despiertos,
Y el cieno y la tierra en la savia durmiendo.

Mientras el río despierte el vacío en los ojos, espejo o cristal,
Con clamor en los labios la corriente violenta habla más con nosotros,
De los secretos del vientre, de Una inmanente vertiente.

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