Nos vimos con mucha frecuencia durante casi cuatro meses. Siempre la misma rutina. Ella se escapaba de casa, ponía alguna excusa, venía conmigo, teníamos sexo, varias veces, cuantas diera tiempo, conversábamos sobre naderías, y ella volvía a su casa.
Lo cierto es que para mí nuestras conversaciones eran naderías. Pero obviamente no lo eran para ella. A veces yo le contaba historias de mi época en la escuela. A veces le daba consejos sobre sus materias. O le decía que tal o cual amiga valía la pena conservarla, y que tal o cual otra mejor ni tenerla cerca. O le hablaba de cómo yo soñaba en ser como el Che cuando tenía su edad. Ella me idolatraba. No puedo decir menos de lo que yo sentía por ella. Pero nos idolatrábamos el uno al otro por razones completamente distintas.
Imprevisible, sin embargo, como un cambio de viento, las cosas entre nosotros se torcieron. Una noche, en el dormitorio, mientras yo la penetraba, sus tobillos en mis manos, me miró a los ojos y no sé qué cosa, espíritu o demonio, por falta de una mejor manera de llamarlo, se apoderó de mí. Mi corazón había sido una habitación llenándose lentamente de gas, durante horas, durante años. Y esa mirada de Lucía había sido la chispa. La vi tan inocente y frágil tendida bajo mí, sin mácula, que quise romperla. Si volver a vivir para mí implicaba aceptar que deseaba destruir y lastimar algo bello, pensé, pues pagaría el precio. Estaba cansado de vivir como una fantasma, escondido, pálido de deseo. No, yo quería vivir otra vez. Fuera lo que fuese que eso significara.
Levanté la mano y la golpeé en el rostro con el dorso de la mano. Un hilito de sangre descendió por la comisura de su boca. Perpleja, se llevó la mano a los labios. Vio la sangre en su dedo y me lo alargó, como para corroborar que veía correctamente. Volvió a tocarse la boca y me sonrió. Ampliamente.
Levanté la mano y la golpeé en el rostro con el dorso de la mano. Un hilito de sangre descendió por la comisura de su boca. Perpleja, se llevó la mano a los labios. Vio la sangre en su dedo y me lo alargó, como para corroborar que veía correctamente. Volvió a tocarse la boca y me sonrió. Ampliamente.
“Pegame otra vez,” me dijo.”
“¿Cómo?” pregunté incrédulo.
“Pegame,” repitió con decisión, “en la cara.”
Me detuve, incapaz de entender.
“Pegame,” dijo otra vez.
“¿Estás loca?” le dije, le solté las piernas, y me aparté.
Me acosté boca arriba. Lucía se volvió hacia mí.
“¡Pegame, marica!” me gritó con voz chillona. “Pegame, pegame.” Hizo un silencio expectante. “Por favor, pegame” repitió por último, ahora con dulzura, acariciando mi cara.
Apreté su muñeca y le aparté la mano. Cuando la solté, me dio un manotazo en la cara. “¡Pegame, maldito, pegame!” repitió histérica, soltándome golpes, mientras yo me defendía como podía. Se montó encima mío y luchó por arañarme, llorando, mientras yo la sujetaba por las muñecas.Finalmente la golpeé en la cara. Se quedó inmóvil un momento. Me miró y sonrió. Entonces me clavó las uñas en el pecho y yo la golpeé nuevamente. Se llevó una mano a la mejilla enrojecida. Luego se fue deslizando sobre mis piernas, hasta esconder la cara tras su pelo colgando sobre mi ingle.
Esa noche, después de que se marchara, dormí como no lo hacía desde hacía tiempo.
Al día siguiente estuve pensando sobre lo que había sucedido. Aunque debía haberme sentido inmundo, muy al contrario, me parecía sentirme más vivo y renovado, como si hubiera resurgido un rescoldo en mí, de mis instintos más profundos, una parte de mí que creía muerta hace tiempo. Admití que estaba rabioso, y que quería agotar mi frustración y deseo de venganza por lo que la vida me había quitado: a la mierda con las buenas acciones, me dije, a la mierda con ser un buen cristiano, a la mierda con el estoicismo y la fortificación del espíritu. Seguir así habría significado negarme a mí mismo, negar algo más profundo, más oscuro sí, pero por lo mismo más puro.
Una vez me atreví a seguir mis inclinaciones, sin reticencias, las posibilidades me parecieron infinitas, y los golpes a Lucía se volvieron rutina. Pronto mi mano ya no fue suficiente, y tuve que buscar ayuda de un instrumento. Conseguí una rama de bambú. El pequeño cuerpo de Lucía, frágil, sumiso, se sacudía espasmódicamente bajo mis golpes. Sus nalgas se enrojecían, alguna vez sangraban. Ella gemía, lloraba, pero lo soportaba bien. Cuando yo creía que ella había llegado a su límite, no tenía más que poseerla. Y eso hacía que su entrega fuera más completa, más entera, como si yo la rescatara de las más profundas tinieblas. Era como si Dios, después de mucho tiempo, hubiera decidido por fin pedirme disculpas, y entregarme a Lucía como ofrenda. La belleza que el mundo me había negado, después de todo, se rendía a mis pies, encarnada en ella.
Redención.
Justicia poética.
La vida completaba su ciclo. Y yo ya no tenía por qué seguir soportando la burla del destino. Si yo me había acostumbrado a perder cada cosa que en mi vida había importado, una a una, sin piedad de ningún dios, ¿por qué iba yo a tenerla con Lucía? Cuando se ha perdido la oportunidad de ser feliz, aprendes a creer que son tus deseos los que acarrean la tristeza; cuando cada cosa que has amado en tu vida la has perdido, una a una, aprendes a no amar nada. Así que golpear a Lucía no era en absoluto diferente a lo que yo había hecho durante toda mi vida: destruir lo más querido para mí con mi simple deseo; destrozar la belleza con sólo buscarla: mi voluntad era un mero instrumento de la venganza de Dios contra mí.
Una noche, sin embargo, en la cúspide de una chimenea, Dios encontró otra forma de hablarme. Después de terminar mi comida, como de costumbre, me puse de pie para bajar por las escaleras. Me detuve un momento para ver las montañas en la distancia, el horizonte encendido, los árboles un poco más cerca, brotes de un verde inalcanzable y, bajo mis pies, las formas del metal abrazando el vacío. De pronto, sin ninguna explicación que yo encuentre ahora al recordarlo, retrocedí atacado de un horrible vértigo, tan rápido que di de espaldas con una pequeña puerta de hierro, parte de una barandilla a la orilla de la boca de la chimenea, con la mala suerte de que yo mismo la había dejado abierta esa tarde, al terminar una limpieza. Caí más de seis metros, hasta el fondo de la chimenea. Mi cuerpo fue golpeando contra las paredes mientras caía, lo cual amortiguó el golpe final. El impacto de una caída libre me habría matado. Perdí el conocimiento no sé por cuánto tiempo. Al despertar, todo era oscuridad. Los sonidos llegaban a mí a través de un tamiz espectral. Golpes sordos. El eco de rechinidos. El vientre de la bestia.
Intenté gritar varias veces, en vano. El pecho me dolía, y casi no podía emitir sonidos. Busqué por dónde escapar, pero no había posibilidades. Rápidamente me rendí, y comprendí que el destino había escogido por mí. Hoy me tocaba morir.
Pero en la oscuridad, seguro de que iba a morir, vi mi vida abrirse desde un punto impeciso, hasta convertirse en una figura hermosa, como un origami expandiéndose sobre el agua. Todo ha valido la pena, pensé, la mera oportunidad de ser testigo de mi propia vida ha hecho que todo haya valido la pena. No sentí miedo. Al contrario, vislumbré, acaso por primera vez, la posibilidad de que haberse entregado al viento no fuera, después de todo, un destino fatal, sin importar lo retorcido, sin importar lo lacerante que había resultado. La oscuridad me rodeaba. El tiempo enterraba mi cuerpo magullado en espesa ceniza. Sentí los vapores de la chimenea empezando a salir, el humo denso cubriéndome, enredando mis ideas, matándome lentamente. Bésame, hermosa, que éste será mi último día. Y dejémonos caer, como poseídos por un sueño. O una fiebre.
*
Desperté en la camilla de una clínica médica. Junto a mí, sentado en una silla de metal cromado, mi jefe me miraba. Se puso de pie en cuanto abrí los ojos, y salió al corredor en busca de un médico.
Cuando el doctor me hubo revisado, pregunté qué había sucedido. Me explicaron que al encender la chimenea los controles habían señalado un taponamiento. Uno de mis compañeros había descendido y me había encontrado inconsciente en el fondo. Debería estar muy agradecido, me dijo mi jefe, pues había salido con sólo tres costillas rotas.
“Esperaremos unas horas, mientras se recupera totalmente,” me dijo el doctor, “y luego puede irse a su casa."
Cuando me sentí mejor, al anochecer, mi jefe me ayudo a vestirme, y me llevó a casa en su carro.
Lucía vino a mi casa seis días después. Como de costumbre, después de conversar unos minutos, se desvistió y se puso a gatas sobre el piso de madera del dormitorio. Yo empecé a golpearla en las nalgas con la vara de bambú. Lágrimas involuntarias escurrieron por sus mejillas, mezclándose con gotas de sudor. Me detuve de pronto, incapaz de continuar, y me senté a la orilla de la cama.
“Se acabó,” le dije.
“Si apenas estamos empezando,” me respondió apartándose un mechón de pelo de la cara para mirarme.
“No,” dije con aspereza. No pude sostener la mirada, clavé los ojos en el suelo y repetí “se acabó.”
“Ah, ya me lo esperaba”, masculló tan bajito que bien podría no haberlo dicho, sino que yo lo imaginara.
Tomé su ropa de sobre la cama y la tiré al suelo.
“Vestite,” le ordené, y salí de la habitación.
En la cocina, me serví un vaso de agua. Salí de la casa y me recosté en la pared del frente. Lucía salió del cuarto y me siguió. Quiso acariciarme la espalda.
“No,” le dije con firmeza. Ella se apartó titubeante, queriendo decir algo sin saber qué. Bebí lo que quedaba de agua en mi vaso y me crucé de brazos.
“No,” le dije con firmeza. Ella se apartó titubeante, queriendo decir algo sin saber qué. Bebí lo que quedaba de agua en mi vaso y me crucé de brazos.
Pasó junto a mí, sin volverse, y se alejó.
Y yo que creía que la soledad no podía ser más profunda, comprendí que el fondo es siempre un lugar relativo.