Sunday, September 04, 2005

El tiempo verdadero (Parte III y final)

Eduardo trajo de la nevera una lata de Coca Cola para Victor, que luego sirvió en un vaso plástico. Escanció ron en su vaso hasta casi la mitad. Se sentaron en la sala-comedor, frente a frente, en una mesita redonda. Ninguno de los dos se atrevía a hablar, así que bebieron lentamente, con suaves sorbos. Ni Eduardo ni Victor sabían como volver a un mundo al que creían ya no pertenecer, disuadidos por la rutina de sus días.
- Victor, creí que estabas muerto – dijo Eduardo intempestivamente, convencido de que Victor le agradecería el no andarse con rodeos.
- Eso es lo que pensó todo el mundo aquí en Guatemala cuando me fui.
- Yo me enteré que te habían desaparecido junto con ‘el Flaco’ Lobos.
- Pues sí, nos desaparecieron a los dos. Nos agarraron juntos cuando veníamos saliendo del billar ***, te acordás que a veces jugábamos allí al salir de clases? – levantó la mirada hacia el techo, buscando algo perdido.
- Seguro que me acuerdo. Vos me enseñaste a jugar allí.
- Es cierto... sólo malas mañas aprendiste de mí – acarició su rucio bigote al tiempo que se desvanecía la sonrisa de su boca. – Nos agarraron por la esplada, nos pusieron unas bolsas de tela en la cabeza y nos metieron a un carro. No tuvimos tiempo ni de gritar. Adentro nos empezaron a dar de trompadas. No sé cuanto tiempo nos tuvieron así, porque a mí me dejaron inconsciente de un culatazo. Cuando desperté estaba en un cuarto, con las manos amarradas y la misma bolsa en la cabeza. Traté de buscar al Flaco llamándolo muy bajito, pero no me contestó. Estuve así quién sabe cuanto tiempo, sin que nadie viniera a hablarme ni nada. Como no se escuchaban ruidos, pensé que me habían dejado abandonado y entonces empecé a desear que apareciera alguien. No grité porque tenía miedo de que no se hubieran ido todavía, y que sólo me hubieran dejado ahí porque pensaban que estaba muerto. Pero justo cuando me estaba convenciendo de que estaba solo, aparecieron de nuevo: un tipo con acento de oriente y otro que casi nunca hablaba (era el jefe y hablaba lo mínimo necesario para hacer cumplir sus órdenes). De allí en adelante empezaron a torturarme para que les diera nombres. Sistemáticamente me torturaron cada dos horas, de todas las formas que te podás imaginar. No me dejaron dormir ni una sola vez durante todo el tiempo que estuve allí. No me daban de comer y ni siquiera me dejaban ir al baño. Llegó un momento en el que lo único que quería era morirme – con los ojos clavados en el suelo y una mano que sostenía su mentón, tapando con los dedos el bigote, hizo una larga pausa. – Vos me entendés. Estas cosas no las he contado más que un par de veces en mi vida. No tiene caso que alguien más lo sepa. Disculpáme si me cuesta contarlo – tomó un sorbo de Coca-Cola y agregó, erguiéndose en la silla – Tal véz se casnaron de estar así sin que yo les dijera nada, porque un día (no estoy seguro cuanto tiempo me tuvieron así, perdí la noción del tiempo, aunque yo creo que fueron alrededor de cuatro días) agarraron y me metieron en una furgoneta junto a otro ‘detenido’ (sólo más tarde me enteré que era el Flaco). Nos sacaron a una carretra y nos dijeron que como no queríamos hablar, nos iban a ‘destilar’ las palabras. Nos amarraron de los pies y nos colgaron de un puente, ya con las caras destapadas. Era de noche y yo apenas podía distinguir sombras por el tiempo que tenía de estar en tinieblas, pero pude distinguir al Flaco colgado a mi lado. Le dije algo para tranquilizarlo. El me respondió que se alegraba de verme vivo. Estuvimos así un rato, sin decir nada, esperando que nos mataran. Entonces el jefe se dirigió a mí: “Comandante Tito. Comandan-tito debería decir. Así colgado, ni nadie es comandante, ni nadie es nada. Ya sólo es alguien que debería haber hablado”. Y le cortaron la cuerda al Flaco. Tuve que cerrar los ojos. No pude soportar ver su silueta cayendo, pero tengo fija aquí en la cabeza esa última imagen : quedó suspendido para siempre en una sombra que, cuando la recuerdo, la siento como un dolor en la mandíbula, por apretar tanto los dientes, angustiado por que nadie lo haya visto... ni siquiera gritó – dejó salir un suspiro. – Lo cierto es que después se fueron y me dejaron allí colgado. No sé por qué. A la mañana siguiente una niña que pasaba por allí me vió colgado, avisó a sus papás y llamaron a los bomberos. Al otro día me fui a Buenos Aires. Y allí he estado desde entonces. Me casé, tengo tres hijos, y ahora que me retiré vine aquí de vacaciones. No me había atrevido a venir antes.
- A mi me llevó más de catorce años poder regresar.
- Vos también te fuiste?
- Sí, a mí también me agarraron. Estuve diecisiete días detenido en una estación del centro. Me iban a matar seguro, sólo que no sabía cuando. Mataban a uno diario, por sorteo – bebió el último trago que quedaba en su vaso. – Pero tuve la suerte que una noche se quedaran sin luz. El tipo que me cuidaba se quedó dormido, le quité las llaves sin que se diera cuenta y me escapé. A la mañana siguiente agarré un avión para México.

**
Yo lo escuchaba hablar, y me prguntába si lo que realmente quería, en el fondo, era que yo me sintiera conmovido por lo que me contaba. No lo veía a la cara. Sólo veía su taza de café. Y no es que no me importara. Pero es que sabía que me lo contaba con la intención de que le agradeciera algo que no sé qué es. Tomé un trago de mi café, evitando ceder a su petición.
- Y qué? Quedaron de verse otro día? – pregunté con forzado interés.
- No. Se regresó a Argentina el lunes.
- Ah. Lástima.
Me daba cuenta que él notaba mi indiferencia. No pude evitarlo. Su historia me parecía fatua; siendo él lo que era, la había convertido en un esfuerzo vano, un sacrificio sin ninguna recompensa. Tal vez era demasiado duro con él, aunque, aun si me hubiera conmovido su historia (conocía cientos parecidas, que había oído contar a sus amigos, en otros tiempos en lo que los temas políticos me embelesaban), no tenía ganas de hablar de izquierdas. Acaso no había otra cosa de qué hablar? Al menos con él, no.
- Y tu mamá, está bien?
- Sí. Bien. – me miró esperando que dijera algo más, así que tuve que agregar - está en Retalhuleu, regresa este fin de semana.
Por qué preguntaba siempre lo mismo? Hacía alguna diferencia el que ella estuviera bien o que se hubiera contagiado de dengue estando allá en el monte? Lo hacía porque no tenía nada más que decir. No teníamos nada de qué hablar. Pensé que, para mí, hubiese sido lo mismo que lo mataran aquél día en la estación de policía, o que hubiese escapado. Porque ni antes ni después de ese día tuve padre. Mientras estuvimos aquí en Guatemala, casi nunca lo veía. Después, cuando nos fuimos con mi madre detrás de él a México, lo veía todos los días en la casa, pero era como un extraño para mí, siempre merodendo por la cocina o la sala, siempre de mal humor. Un año después se divorció de mi madre, y yo regresé con ella a Guatemala.
Una parte de mí, sin embargo, - me dolía reconocerlo- estaba inextricablemente ligada a él. Pero no al tipo de anteojos, con la barba mal recortada y un turgente estómago, sentado frente a mí, sino a uno que se mantenía en silencio (probablemente porque ya había muerto), y que creía inexorablemente en la realidad de un esfuerzo vano.

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