¡Gracias a Dios por el cine europeo! (y sobre todo gracias, porque aunque escasas, se puede acceder a ellas de vez en cuando en este lado del charco).
Una película de Bernardo Bertolucci que a pesar de ser prácticamente de Hollywood, sigue la mejor tradición del cine del viejo continente.
La trama se desarrolla alrededor de tres personajes principales: un joven estudiante americano (Matthew) y dos hermanos franceses (Isabelle – ¡maravillosa diosa Eva Green!- y Theo). Los tres comparten una pasión por el cine que los llevará a conocerse en una protesta contra el despido del fundador de la cinémathèque por parte del entonces ministro de cultura Andrè Mallraux.
A través de los ojos del veinte-añero americano, Bertolucci nos presenta la perspectiva convulsa de la Francia de finales de la década de los sesenta. Nada de original en utilizar esta herramienta del extranjerismo para incluir al espectador americano en ese ambiente, en el que probablemente se sentiría demasiado ajeno si perdiera completamente el vínculo con su cultura natal. Al final resulta ser un medio sumamente efectivo pues, además de cumplir con su objetivo, permite transmitir una visión distante, tanto de la ciudad como de los dos supuestos gemelos parisienses que le acompañan a lo largo del film.
Siguiendo una línea narrativa que recuerda a Ingmar Bergman, nos lleva a través de la trama sin presentarnos un punto focal totalmente definido: como en las películas de Bergman, el tema central parece cambiar; la trama no sigue una lógica convencional, queriéndose parecer más a la vida, sin moralejas, sin puntos finales y con múltiples perspectivas.
Aunque por momentos se deje de lado, el uso recurrente de la temática cinéfila hace que la película se sienta aún más europea (la erudición es parte innegable del carácter del continente). Las discusiones eventuales sobre si la comedia de Buster Keaton es superior a la de Charlie Chaplin, o los juegos de mímica para identificar películas como Top Hat, salpican intelectualidad. Y claro, tratándose de intelectuales – al menos en ciernes - del París del 68, no podía faltar la faceta de la influencia que ejerce el espíritu comunista sobre ellos, en medio de una sociedad de la cual aún no forman parte. Es aquí donde se encuentra la médula del film: la transición que pide de los dos hermanos la revolución, desde un mundo infantil (rayano en lo incestuoso), irreal y de ostracismo, hasta ese otro mundo exterior que reclama de ellos el tomar parte con acciones y, ulteriormente, ser algo distinto de lo que pretendían ser por siempre.
Indispensable película que te deja con la necesidad de verla otra vez, lo que probablemente se deba a que está basada en un libro y por eso, igual que un buen libro, cada vez que vuelves a ella encuentras una lectura diferente.
Una película de Bernardo Bertolucci que a pesar de ser prácticamente de Hollywood, sigue la mejor tradición del cine del viejo continente.
La trama se desarrolla alrededor de tres personajes principales: un joven estudiante americano (Matthew) y dos hermanos franceses (Isabelle – ¡maravillosa diosa Eva Green!- y Theo). Los tres comparten una pasión por el cine que los llevará a conocerse en una protesta contra el despido del fundador de la cinémathèque por parte del entonces ministro de cultura Andrè Mallraux.
A través de los ojos del veinte-añero americano, Bertolucci nos presenta la perspectiva convulsa de la Francia de finales de la década de los sesenta. Nada de original en utilizar esta herramienta del extranjerismo para incluir al espectador americano en ese ambiente, en el que probablemente se sentiría demasiado ajeno si perdiera completamente el vínculo con su cultura natal. Al final resulta ser un medio sumamente efectivo pues, además de cumplir con su objetivo, permite transmitir una visión distante, tanto de la ciudad como de los dos supuestos gemelos parisienses que le acompañan a lo largo del film.
Siguiendo una línea narrativa que recuerda a Ingmar Bergman, nos lleva a través de la trama sin presentarnos un punto focal totalmente definido: como en las películas de Bergman, el tema central parece cambiar; la trama no sigue una lógica convencional, queriéndose parecer más a la vida, sin moralejas, sin puntos finales y con múltiples perspectivas.
Aunque por momentos se deje de lado, el uso recurrente de la temática cinéfila hace que la película se sienta aún más europea (la erudición es parte innegable del carácter del continente). Las discusiones eventuales sobre si la comedia de Buster Keaton es superior a la de Charlie Chaplin, o los juegos de mímica para identificar películas como Top Hat, salpican intelectualidad. Y claro, tratándose de intelectuales – al menos en ciernes - del París del 68, no podía faltar la faceta de la influencia que ejerce el espíritu comunista sobre ellos, en medio de una sociedad de la cual aún no forman parte. Es aquí donde se encuentra la médula del film: la transición que pide de los dos hermanos la revolución, desde un mundo infantil (rayano en lo incestuoso), irreal y de ostracismo, hasta ese otro mundo exterior que reclama de ellos el tomar parte con acciones y, ulteriormente, ser algo distinto de lo que pretendían ser por siempre.
Indispensable película que te deja con la necesidad de verla otra vez, lo que probablemente se deba a que está basada en un libro y por eso, igual que un buen libro, cada vez que vuelves a ella encuentras una lectura diferente.
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