La sábana blanca estaba llena de arena negra. Había un paquete de Marlboro Lights a mi lado, gastado y roto, pero aún lleno. Lo miré extrañado, sin saber de donde había venido. Aún en la confusión, nada resultaba incomprensible. No era situación en la que no me hubiera encontrado antes. Sabía que lo mejor era no recordar. De todas formas, el dolor de cabeza y la náusea imprudente hacían demasiado difícil el pensar.
Intenté bajar de la cama, pero estaba en una litera, y el mareo terminó por convencerme a no hacerlo. Abajo no había nada que realmente quisiera alcanzar. Allí tendido me sentía escondido, lejos del alcance de mi propia conciencia.
Después de algún tiempo, sentí movimiento abajo, y escuché unas voces sin comprender lo que decían. Decidí esperar. Cuando por fin sentí que estaban fuera del cuarto, bajé con un cigarro en la mano. Me senté en una silla que estaba en la sala de estar y fumé sin mucho placer.
Estuve así sentado sin saber cuanto tiempo, hasta que el aburrimiento me llevó de nuevo a la cama. Cuando me acosté, sentí un miedo medrando aquí dentro. Me pareció que mi nombre estaba vivo mientras le veía blandir su cola como queriendo aguijonearme. Me di la vuelta, y le atribuí el temor a los recuerdos de la noche anterior.
Soñé que dormía. Y cuando desperté todo era igual. Tampoco había nadie en el bungalow. Era todo tan sordo y tan grande que creí ahogarme en mi pequeñez. La maraña de mis días se extendía en el ambiente, inextricable, incomprensible. Sueños dilatados, todos insatisfechos, razonaban con un pensamiento propio explicando el porqué de mi sin razones. Pero mis cavilaciones se anegaron en mi abulia, angustiosa y tal ves hasta abominable, aunque igual apática al final. Esa densidad del existir me cansaba ahora mucho más que antes. Lo único patente era que esa mañana era el epítome de mi vida, negada por mí, inapetente; una mañana necia, un despertar de borrachera, sencillo e inerte.
Y pensé en ella, con ese pensar que entibia unas entrañas clamorosas por llenar el pasado con otra cosa que la realidad. Me dije que no se había perdido mucho. Fueron apenas unas cuantas palabras, unas cuantas caricias, una erección momentánea. Pero aún así no pude evitar el sufrirla sin haberla conocido, la sufrí recogiendo los hilos de esa única noche que se perdió con un hálito. Me pareció entonces mucho más: ella era la efigie de mis vacíos, esos espacios del no fue y del pudo haber sido. Desde esa mañana ella sería vago deseo en vilo eterno. Como un alud, el pasado imposible me arrastró al fondo de mí. Quise devolverme a la noche anterior, a su tacto, a ese olor a shampoo mezclado con brisa salada de mar en su pelo… pero sobre todo quise volverme a sus palabras. Creí entender que buscaban su nombre bajo mi piel. Tuve que correr al baño, y vomitar hincado en el inodoro, abrazándome a la taza. No había nadie en el bungalow.
Mi nombre cayó sobre mí. Me aplastó las ideas, arrebujó mis sueños en una sábana sucia, y yo, no supe que hacer con él.
Intenté bajar de la cama, pero estaba en una litera, y el mareo terminó por convencerme a no hacerlo. Abajo no había nada que realmente quisiera alcanzar. Allí tendido me sentía escondido, lejos del alcance de mi propia conciencia.
Después de algún tiempo, sentí movimiento abajo, y escuché unas voces sin comprender lo que decían. Decidí esperar. Cuando por fin sentí que estaban fuera del cuarto, bajé con un cigarro en la mano. Me senté en una silla que estaba en la sala de estar y fumé sin mucho placer.
Estuve así sentado sin saber cuanto tiempo, hasta que el aburrimiento me llevó de nuevo a la cama. Cuando me acosté, sentí un miedo medrando aquí dentro. Me pareció que mi nombre estaba vivo mientras le veía blandir su cola como queriendo aguijonearme. Me di la vuelta, y le atribuí el temor a los recuerdos de la noche anterior.
Soñé que dormía. Y cuando desperté todo era igual. Tampoco había nadie en el bungalow. Era todo tan sordo y tan grande que creí ahogarme en mi pequeñez. La maraña de mis días se extendía en el ambiente, inextricable, incomprensible. Sueños dilatados, todos insatisfechos, razonaban con un pensamiento propio explicando el porqué de mi sin razones. Pero mis cavilaciones se anegaron en mi abulia, angustiosa y tal ves hasta abominable, aunque igual apática al final. Esa densidad del existir me cansaba ahora mucho más que antes. Lo único patente era que esa mañana era el epítome de mi vida, negada por mí, inapetente; una mañana necia, un despertar de borrachera, sencillo e inerte.
Y pensé en ella, con ese pensar que entibia unas entrañas clamorosas por llenar el pasado con otra cosa que la realidad. Me dije que no se había perdido mucho. Fueron apenas unas cuantas palabras, unas cuantas caricias, una erección momentánea. Pero aún así no pude evitar el sufrirla sin haberla conocido, la sufrí recogiendo los hilos de esa única noche que se perdió con un hálito. Me pareció entonces mucho más: ella era la efigie de mis vacíos, esos espacios del no fue y del pudo haber sido. Desde esa mañana ella sería vago deseo en vilo eterno. Como un alud, el pasado imposible me arrastró al fondo de mí. Quise devolverme a la noche anterior, a su tacto, a ese olor a shampoo mezclado con brisa salada de mar en su pelo… pero sobre todo quise volverme a sus palabras. Creí entender que buscaban su nombre bajo mi piel. Tuve que correr al baño, y vomitar hincado en el inodoro, abrazándome a la taza. No había nadie en el bungalow.
Mi nombre cayó sobre mí. Me aplastó las ideas, arrebujó mis sueños en una sábana sucia, y yo, no supe que hacer con él.