Hubo un tiempo en el que en las notas de una guitarra perseguía lo Eterno, lo Grande. Hubo un tiempo en el que los acordes sonaban a simpleza, a plenitud diáfana y mayestática. En esos días corrí tras El dejándome llevar. Siguiendo su pista caminé agitado por calles de mi tierra que se alargaban hasta cambiar de nombre y llamarse Ciudad. Hermanado a mí mismo, con epicúrea conciencia, yo era el humo de un cigarro, un absenta servido sin el cubo de azúcar que se deshace al llorar. Las pastillas y los cartones, Mitsubishi y Tin Tin.
Hasta que un día con el silencio, llegó el tiempo del Silencio, y con el tiempo, el silencio. Perdida su esencia ya no sentía su olor.
Pregunté por su rostro y vi solo cuerdas y membranas tensadas que vibraban y nada más. Entonces no creí más en El. Su nombre era tiempo con transparencia perdida; era solo segundos vestidos de colores. Pensé que era tiempo de dejarle escapar.
Me aparté y desaté el hilo que mantenía unidos mis pedazos. Me senté en la banca de un parque a verlos volar por lugares ignotos. Se elevaron y llegaron tan alto que cayeron al fondo, y con el fondo los ratos de completo silencio; es cierto que me volví más frío, más pesado al final, como si hubiera caído en el lago donde mi reflejo por primera vez fue tal cual yo era, sin orlas ni espinas.... pero también es cierto que todo apareció completo y sencillo. Era vida y nada más.
En su proteica consistencia, había conseguido mi vida ser Dios; pues cuando estuve seguro que le había perdido, allí estaba de nuevo, el Diminuto, el Inexistente, escondido en el polvo que iba dejando un chucho al correr en el parque tras una pelota azul que rebotaba y rodaba hasta detenerse sobre un montón de hojas secas, al que hacía saltar hozando con su hocico. Contento sonreí al verle llegar. Esa noche dormí tranquilo, en el calor de mi hogar, en la quietud de mi almohada, donde puse a descansar cien años que hacía tiempo llevaba bajo el brazo.
Al día siguiente le vi salpicar en las olas, perderse en la espuma y aparecer escrito en la arena que la resaca dejaba, como una partitura perfecta que solo en mis sueños había podido escuchar. Me mojó el alma dejándome, al tocar la sal mi piel excoriada, un prurito casi masoquista. Día tras día esa música etérea que antes estaba encerrada, ahora se colaba por mis fosas nasales y rezumaba por mi frente para unirse de nuevo en el retorno a lo alto. Era vida caminando, mientras yo leía mi conciencia, sentado en la arena, en un libro que Ella (que tampoco existía) me había dejado una noche junto al espejo del baño.
Desde entonces se descorría el velo tres pulgadas por día. Quedó dibujada mi silueta en las hojas del libro que leí mientras se borraba el Yo que ya no era mío. De todas las formas, de cada segundo, de momentos nacidos el uno del otro, salía yo entero, discreto y distinto. I’m Jack The Weak. Yo, el megalómano sincero e imposible.
En ese tiempo todo era verdad. Comprendía sin preguntar por los nombres. Hablaba en silencio sin confundir las ideas. Lo Eterno, lo Grande... Sus nombres como el triste tañido de la campana de una Iglesia abandonada. Palabras prescindibles, aunque al tiempo amables, eran la presciencia de esa mi vida que empezaba a brillar, volvía al origen, al corredor del colegio por el que, cuando niño, caminaba los miércoles para llegar al altar donde le pedía al crucificado que la semana siguiente musitara despacio espesas palabras que denotaran mi hado... Hasta que un día hubo un tiempo que entre las piernas de una mujer amante de mi madre, húmeda inteligencia, se abrió esa puerta al altar altitonante. Allí encontré mi piel, extendida sobre el mármol, tatuada con mis momentos, explicaciones y memorias de un tiempo que aún no conocía. Junto al libro que me había dejado, allí estaba Ella.
Hasta que un día con el silencio, llegó el tiempo del Silencio, y con el tiempo, el silencio. Perdida su esencia ya no sentía su olor.
Pregunté por su rostro y vi solo cuerdas y membranas tensadas que vibraban y nada más. Entonces no creí más en El. Su nombre era tiempo con transparencia perdida; era solo segundos vestidos de colores. Pensé que era tiempo de dejarle escapar.
Me aparté y desaté el hilo que mantenía unidos mis pedazos. Me senté en la banca de un parque a verlos volar por lugares ignotos. Se elevaron y llegaron tan alto que cayeron al fondo, y con el fondo los ratos de completo silencio; es cierto que me volví más frío, más pesado al final, como si hubiera caído en el lago donde mi reflejo por primera vez fue tal cual yo era, sin orlas ni espinas.... pero también es cierto que todo apareció completo y sencillo. Era vida y nada más.
En su proteica consistencia, había conseguido mi vida ser Dios; pues cuando estuve seguro que le había perdido, allí estaba de nuevo, el Diminuto, el Inexistente, escondido en el polvo que iba dejando un chucho al correr en el parque tras una pelota azul que rebotaba y rodaba hasta detenerse sobre un montón de hojas secas, al que hacía saltar hozando con su hocico. Contento sonreí al verle llegar. Esa noche dormí tranquilo, en el calor de mi hogar, en la quietud de mi almohada, donde puse a descansar cien años que hacía tiempo llevaba bajo el brazo.
Al día siguiente le vi salpicar en las olas, perderse en la espuma y aparecer escrito en la arena que la resaca dejaba, como una partitura perfecta que solo en mis sueños había podido escuchar. Me mojó el alma dejándome, al tocar la sal mi piel excoriada, un prurito casi masoquista. Día tras día esa música etérea que antes estaba encerrada, ahora se colaba por mis fosas nasales y rezumaba por mi frente para unirse de nuevo en el retorno a lo alto. Era vida caminando, mientras yo leía mi conciencia, sentado en la arena, en un libro que Ella (que tampoco existía) me había dejado una noche junto al espejo del baño.
Desde entonces se descorría el velo tres pulgadas por día. Quedó dibujada mi silueta en las hojas del libro que leí mientras se borraba el Yo que ya no era mío. De todas las formas, de cada segundo, de momentos nacidos el uno del otro, salía yo entero, discreto y distinto. I’m Jack The Weak. Yo, el megalómano sincero e imposible.
En ese tiempo todo era verdad. Comprendía sin preguntar por los nombres. Hablaba en silencio sin confundir las ideas. Lo Eterno, lo Grande... Sus nombres como el triste tañido de la campana de una Iglesia abandonada. Palabras prescindibles, aunque al tiempo amables, eran la presciencia de esa mi vida que empezaba a brillar, volvía al origen, al corredor del colegio por el que, cuando niño, caminaba los miércoles para llegar al altar donde le pedía al crucificado que la semana siguiente musitara despacio espesas palabras que denotaran mi hado... Hasta que un día hubo un tiempo que entre las piernas de una mujer amante de mi madre, húmeda inteligencia, se abrió esa puerta al altar altitonante. Allí encontré mi piel, extendida sobre el mármol, tatuada con mis momentos, explicaciones y memorias de un tiempo que aún no conocía. Junto al libro que me había dejado, allí estaba Ella.